Daniel Pardo's Blog

Un reguero de letras, por Daniel Pardo

Archive for marzo 2009

Un bar no bar

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Esto no es un bar, una discoteca o una taberna. Esto solo tiene un nombre y no hay sinónimo semejante: MilkAnd Honey. Acá no hay clases sociales ni exclusivismo pretencioso. Ni la plata ni la marca hacen el poder. Acá se trata de la clase que no se adquiere de un día para otro, de la pura y refinada cultura de Nueva York.Sin eufemismos, sin arribismo, sino con su intrínseca sofisticación.

Piense en “Sinatra está resfriado,” por Gay Talese:

Frank Sinatra, con un vaso de bourbon en una mano y un pitillo en la otra, estaba de pie, en un ángulo oscuro del bar, entre dos rubias atractivas aunque algo pasaditas, sentadas y esperando a que dijera algo. Pero Frank no decía nada. Había estado callado la mayor parte de la noche y ahora, en su club particular de Beverly Hills, parecía aún más distante, con la mirada perdida en el humo y en la penumbra, hacia la gran sala, más allá del bar, donde docenas de jóvenes y parejas estaban acurrucadas alrededor de unas mesitas o se retorcían en el centro del piso al ritmo ensordecedor de una música folk que atronaba desde el estéreo. Las dos rubias sabían, como también los cuatro amigos de Sinatra, que era una pésima idea entablarle conversación cuando estaba de ese humor tan tétrico, un humor que le había durado toda la primera semana de noviembre, un mes antes de que cumpliera los cincuenta años.

La diferencia con lo anterior es que no estamos en la costa oeste, sino en Nueva York, y que Sinatra ya no nos acompaña. Pero el sitio es el mismo. La gente se mueve en cámara lenta porque la luz de las velas define sus movimientos. Las caras prácticamente no se ven de lo oscuro que está el sitio, aunque usted sabe con quién está hablando. La gente, igual, no viene acá a emborracharse.Tampoco a levantar y coquetearle a las mujeres está prohibido. No hay más de 6 mesas y la barra es exclusiva para clientes viejos que van solos.

En pleno Chinatown, con su suciedad y atosigamiento de colores, hay una puerta cualquiera en la que hay una M y una H, nada más. La dirección no está en Internet ni en el directorio: usted se la tiene que saber, si es que es parte de la casa. ¿Qué lo hace parte de la casa? En realidad, nada. Tradición, tal vez. Porque las celebridades tipo Paris Hilton están prohibidas, porque no se trata de ser importante o tener plata, sino de tener buen gusto. La gente no viene a gritar y hablar a un volumen impertinente es de mal gusto. Hablamos de un sitio al que uno no se va de farra, ni a calentar o rematar la noche, sino a disfrutar de sus amigos y un buen trago.

Después de esa puerta gruesa y vieja de hierro hay dos telones de terciopelo. Uno los cruza y entra al recinto más Sinatraesco que todavía queda en este país. Los meseros no son meseros: son especialistas en cocteles a los que uno debe llamar por su nombre. Uno de ellos es Mikey, un australiano que estudió para ser bar tendery había soñado toda su vida para estar ahí. Camisa blanca, chaleco de paño, tirantas, corbata delgada, cola de caballo, y pantalones raya tiza.Mikey está perfectamente afeitado. No hay un centímetro de su pinta que esté desacomodada. Piense, otra vez, en Gay Talese y su “Los sastres valientes de Maida”.

Mikey saluda y pregunta por usted: qué hace, qué música le gusta, qué libro se está leyendo. Después, basado en su personalidad, le sugiere un par de sabores, como el de un jamón serrano o el de un mousse de chocolate. No es que sea un ritual, sino una conversación entre adultos. Usted le cuenta sus inclinaciones y el hombre ya sabe qué coctel le va a preparar. Su coctel es solo suyo: nunca antes había sido preparado igual. Salud.

El dueño de MilkAnd Honey se llama SashaPetraske, probablemente la persona que más sabe de cocteles en el mundo. Si bien se sabe que el señor aprendió bajo la tutoría del famoso ‘Rey de los cocteles”, Dale DeGroff, poco se puede encontrar sobre la biografía de Petraske. Lo escaso que se sabe, es que es un gurú de la coctelería mundial. Es el dueño de un imperio de sitios de este estilo, ninguno tan riguroso con sus patrones como M&H Nueva York.Hay otro acá: LittleBranch. Tres en Londres: uno también llamado M&H, The East Room y ThePlayer. Y uno en los Alpes franceses: TheClubhouse, en una pequeña villa llamada Chamonix.

Esto no es irse de fiesta, salir de rumba o pagársela. Esto es tomarse un coctel, hablar coherentemente sobre temas constructivos, oír música que no revienta el oído, pasar una noche sin desdoblarse y levantarse al día siguiente sin dolor de cabeza y ganas de vomitar.

Written by pardodaniel

marzo 29, 2009 at 9:30 pm

Taller de bicicletas

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¿Cuál es la diferencia entre el West Village y el East Village? Cuestión de estrato, clase y precio. Tompkins Square es la versión Este del distinguido y pomposo Washington Square. Así que en vez de ver niños monos de piel suave jugando en la fuente y parejas de francesas tomando té helado, en el TS ven desempleados, Rottweilers, indigentes recién levantados y hispters con gafas enormes a punto de vomitar el guayabo. También se ve a éste señor.

Peter Corbin se hace llamar El Hombre Bicicleta desde que llegó en los 70 a la Calle Séptima con Avenida A a poner, sin permiso, un taller de bicicletas al aire libre. Tan bien le va, que tiene una sucursal en Houston Street con Segunda, donde atiende Natividad Zirate, un mendigo venido de California que fracasó como ciclista en la década del 60. Como muchas de las preguntas sobre esta ciudad, las que se generan sobre el pasado de Corbin se quedan inconclusas, ya que él se niega a contestarlas. Se sabe, sin embargo, que nació en Springfield, Massachusetts, hace 51 años. Que, a diferencia de Zirate, no vive en la calle y está casado con una mujer llamada Charlotte. Que, hasta ahora, no tiene competencia en las calles aledañas al TS. Que paga 450 dólares por el apartamento donde vive, lo que es vivir en algo parecido a un depósito, si es que de verdad vive en el East Village. Que en 30 años no ha tenido problemas por su ilegalidad. Y que no pretende conseguir un pemiso para vender en la calle. Al fin y al cabo, conseguirlo es prácticamente imposible: la Policía tiene actualmente 853 casos de vendedores ambulantes pendientes y se demora un año en pasar solo uno. La Policía local, no obstante, se hace la ciega con el caso de Corbin, porque es un símbolo del barrio más rudo de Manhattan y porque el señor no le está haciendo daño a nadie. Al contrario: está prestando un servicio pertinente e incluso está generando empleo, como es el caso del señor Zirate.

Un personaje más, entonces, en esta ciudad de personajes, a quien vale la pena fotografiar cuando el East Village sea parte del recorrido de un sábado soleado.

Written by pardodaniel

marzo 18, 2009 at 9:41 pm

Lunes

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Boté a la caneca 31 horas de mi vida sin el más mínimo sentido de la consideración. 31 horas en Nueva York. 31 horas en dólares. A las 6pm del jueves con los Coreanos hasta las 3am del viernes. A las 8pm del viernes con los suizos hasta las 4am del sábado, cuando salí del quinto bar de la noche con los franceses. A las 10pm del sábado en un Halloween inventado por una compañía de fiestas llamada TheDanger, de la que salí a las 3am del domingo. Y el domingo, como si no hubiera sido suficiente, brunch desde las 5pm a punta de champaña con jugo de naranja –llámese mimosa– con la ecuatoriana. A las 3am del lunes, por último, estaba saliendode un bar de cocteles llamado Milk and Honey. Boté sin piedad 31 horas de mi vida. Porque no aprendí nada. Porque se me olvidó la mitad. Porque no hice nada productivo que contribuyera con mi futuro.

Y no me habría sentido tan mal si hubiera sido gratis. Pero tenía que pagar 273 dólares por 31 horas de improductividad. En el momento en que los gasté no pasaba por mi cabeza su significancia, hasta el lunes, cuando me levanté a la 1pm y cada dólar gastado se había convertido en un espasmo en la espalda que me estaba matando sin compasión. Me tuve que levantar de la muerte y algo tenía que hacer por mi idoneidad. Algo de lo que no me arrepentiría. Algo que tuviera un beneficio a largo plazo.

Busqué los libros más importantes de la historia de la lengua inglesa, tanto de ficción como de no ficción. Time tiene una buena selección, de 100, algo parcializada hacia Inglaterra. También existe una famosa de 1,000 realizada por The New York Times, que no solo es demasiado grande sino que no jerarquiza los libros. En todo caso, hice una lista personal, basando en otras dos o tres listas, y logré una selección interesante, con unos diez libros de ficción y otros diez de no ficción. Woolf, Larkin, Bukowski, Updike, Fitzgerald, McEwan y así.

Primero fui a una tienda de todo tipo de cosas usadas, entre microondas y faldas setenteras, donde tuve escarbar para encontrar un solo Tom Wolfe en una biblioteca de guías y libros de cocina. Ahí me atendió una negra de algo menos de 50 años, flaca, con gafas colgadas al cuello, que me vendió TheRightStuff por 3 dólares—por ser de tapa dura—.

En la cuadrasiguiente —2nd Ave. en el East Village—entré a una de esas tiendas de libros usados que parecen francesas, con gatos dormidos sobre las torres de libros, olor a café y un viejo cascarrabias al que, se sabe, uno nunca le debe dirigir la palabra. Tanto el guayabo de cuatro días como el dolor de la espalda me tenían inútil. Además, Bob Dylan en concierto a un volumen abrumador y los gatos pegados a mis pies no me dejaban concentrar. Por eso, no encontré un solo libro en media hora, hasta que le pedí ayuda al metalero que trabaja para el viejo cascarrabias. Le dí al de los pantalones apretados la lista, y—con ganas obvias de deshacerse de mí—encontró 6 libros. Thompson, Orwell, Joyce, Lessing, Eliot y así. Me senté sudando y me puse a comparar precios y escoger cuál me llevaba. Sin embargo, el hecho de haberle pedido el favor de que encontrara los libros al flaco de ropa negra me obligaba a darle propina o a comprarlos todos. Encima, mi falta de decisión y mi oscuro guayabo no me dejaban pensar en paz. Finalmente decidí, impulsivamente, comprarlos todos con los ojos cerrados, sin comentarle una palabra al viejo de guantes de cuero. Salí de la tienda con la maleta repleta de libros viejos, en buen estado en general, con un recibo de 36 dólares en la mano, el cual boté con rabia en una caneca.

¿Acaso me sentía mejor, como había pensado que sería? Por ningún motivo. Me sentía como si hubiera matado a un niño o le hubiera robado pan a un hambriento. No había posibilidad de que me sintiera peor en ese momento.Me había gastado 40 dólares después del exceso del fin de semana. El objetivo de hacer algo considerado me llevó a un escalón incluso más abajo del que estaba cuando me levanté el lunes. Cuando salí de la tienda,lo único que podía pensar era en la manera como iba hacer para gastar menos durante la semana, como comer arroz todos los días, o no comer, o dumplings de un dólar, o barras dietéticas con 300 calorías, o hielo, o McDonald’s todos los días; aunque eso ya sería un lujo.

El único libro que de verdad quería empezar a leer esta semana no había sido encontrado por el flaco de arete en la nariz. Y tuve, en mi medio de mi inconciencia, que entrar a Barnes and Nobel para encontrarlo en un par de segundos, y —en una acción de desmesura, inconsideración y estupidez—compré el libro. Era The Armies of the Night, de Norman Mailer, por 14 dólares. Tanta era mi depresión, mi profundo arrepentimiento, que la cajera de anillos en la mano y maquillaje lila me tuvo que preguntar qué era esa tristeza que veía en mis ojos. No pude ni quise responderle, y salí del edificio en el peor de los remordimientos. Me había gastado 50 dólares en libros en una hora, sin razón alguna, después de haberme gastado 273 en 31 horas improductivas.

Nueva York, sin embargo, es la ciudad de las oportunidades. Y tenía que encontrarme en Washington Square, en medio de un desasosiego que me impedía caminar con ritmo y oír música al tiempo, con un tipo de barba de cuatro días en una caseta anaranjada en la que colgaba un cartel que decía, “Book X Change: wegiveyoumoneyforyourbooks”.

Una fila de 15 estudiantes con maletas grandes esperaban con pacienciamientras el tipo de gorra verde y gafas de sol ochenteras cotizaba los libros, los escogía, y daba a los estudiantes billetes, que empezaban por los diezes y terminaban por los cienes. Así de fácil. Libros de todo tipo, la mayoría prácticamente nuevos y de texto, de esos que son un manual para seguir una clase, grandes, con texto objetivo y sin literatura, de los que valen más de 100 dólares y pesan toneladas, eran intercambiados por billetes en un par de minutos.

Hice la fila y le pregunté con voz cortada al tipo de pantalones anchos y celular morado cuánto me daba por algunos de mis libros. El que más me daba era el primero que había comprado en la tienda de la negra con cola de caballo: TheRightStuff, de Tom Wolfe. Porque era de portada dura y estaba en buen estado, el tipo me podía dar 5 dólares más de lo que yo había pagado, es decir 8. Lo mismo con Rabbit, Run, de John Updike, por el que me dio 10.

Salí satisfecho de Washington Square, preguntándome por qué rayos la gente vende los libros que tanto les cuesta leer y terminar. Poner un libro en la biblioteca, después de haberlo leído página por página, es como un trofeo que uno le da al mejor amigo que tuvo en la semana anterior. Pero acá no. Acá no se van a encartar con libros gigantes, llenos de filosofía política y citas de Kant. Acá van y los venden.

Written by pardodaniel

marzo 8, 2009 at 9:28 pm