Daniel Pardo's Blog

Un reguero de letras, por Daniel Pardo

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48 horas en la India

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Mi recorrido por la India. Mapa por Miranda Hamilton

“Su atención, por favor. El tren hacia Agra está demorado siete horas. Lamentamos los inconvenientes”, anunció un parlante reventado en la agobiante estación de Nueva Dehli. Me acerqué a la única ventanilla disponible, y el funcionario me dijo que el tren venía puntual. Siete horas después, a las tres de la mañana, un tablero de madera anunció que el tren estaba retrasado doce horas. Cuando volví al otro día, el tablero decía que el tren había sido cancelado. La plata del tiquete (120 Rupias, 2.5 dólares) podría ser reclamada en 60 días hábiles.

Y nadie se quejaba. El percudido piso de la estación estaba cubierto de gente roncando a pierna suela. Unos jugaban cartas y otros estudiaban matemáticas. A nadie parecía importarle que la niebla tenía el sistema de trenes indio, el más grande del mundo, patas arriba. Y no había forma de moverse del hacinamiento de la estación, porque en cualquier momento podría llegar el tren. Para mí, era el mundo de la incertidumbre, el aburrimiento y la incomodidad. Para ellos, los indios, todo era color de rosa.

Tres días antes esperé nueve horas en el aeropuerto de Abu Dhabi y después 8 en el de Bombay. Llevaba siete días en la India y había pasado cuatro esperando vehículos de transporte. Los turistas me decían que no estuvo tan mal, que incluso tuve suerte. Los indios me mostraban su mano meneándose –lo que para uno es un “más o menos” allá significa “no”– para hacerme saber que “no hay problema, mi amigo”.

¿Que no hay problema?

No. Nada, para los indios, es un problema en esta vida. Ni la basura, ni el caos, ni la muchedumbre, ni la polución, ni la pobreza. Nada es un obstáculo para ser feliz. No es que los turistas cambien en la India, como uno piensa cuando llegan naturalistas, vegetarianos y felices. Lo que pasa es que se vuelven tolerantes. Se dan cuenta de que nada, en esta vida, justifica preocuparse.

Amartya Sen, el aclamado Nóbel de economía nacido en Calcuta, es una referencia clave cuando se habla de las raíces históricas de los valores culturales indios. Según él, cualquier extremo en la India tiene su contraparte en algún rincón de ese país. Por ejemplo, la India es una potencia en la industria tecnológica y ha dado al mundo una gran cantidad de intelectuales, pero tiene unos de los peores índices de literalidad y educación en el mundo.

En Kerala, donde la mayor atracción son los canales entre pequeñas islas residenciales, el nivel de literalidad es del 95%, una tasa de primer mundo. Sin embargo, en el resto del país es 61%, un índice de país africano.

Y si es un país de contrastes, también es uno de diversidades. En la India hay 28 estados independientes, cada uno con su propia lengua, historia, valores y sus 50 millones de habitantes. A pesar de que el hindi se habla y el hinduismo se practica nacionalmente, cada cultura tiene su propia interpretación. Por eso no vale la pena aprender cómo se dice “dónde está el baño” o “cuál es el hotel más barato”, porque en cada región se dice diferentemente, porque no hay baños y porque nunca le van a decir el hotel más barato, sino el que les conviene para obtener una comisión.

Semejante diversidad, y el fuerte poder que tienen los argumentos y el diálogo, han hecho de la tolerancia uno de los valores principales en la India, según Sen. Y esto desde hace millones de años, porque hablamos de una cultura más vieja que la egipcia y la griega. Por eso nada es un problema, mi amigo. Porque qué le vamos a hacer. Qué vamos a hacer si el inodoro no es un asiento sino un hueco en el piso. Qué vamos a hacer si las calles son un basurero. Y qué si la gente escupe, eructa y caga en la calle. Qué si cortaron la electricidad por 52 horas. Qué si las duchas son un balde con agua fría. Qué le vamos hacer si la viejita que le quitó el asiento del bus se vomitó sobre su maleta. Qué vamos a hacer si el tren no llega. Nada. Esperar. Con paciencia. Con un té en leche con azúcar: un Chai (5Rps). Porque qué le vamos a hacer.

Por eso la India es abrumadora. Porque uno no logra entender que semejante suciedad, pobreza, irresponsabilidad y caos no sean un problema para nadie, sino solo para uno. Pero hay que acostumbrarse y entender que esto es más divertido de lo que parece. (Si uno tiene plata, puede no pasar por ninguna incomodidad). Solo hay que aprender a tratarlos.

Al menos una vez al día llega un indio en chanclas, flaco, con sus dientes negros por el tabaco que masca, a hablarle a uno. Y el orden y contenido de las preguntas siempre es el mismo: de dónde eres, cómo es tu buen nombre, estás casado y cuál es tu religión. Piensan que Colombia es en Sri Lanka, porque la capital de ese país vecino es Colombo. Que Colombia es un país desarrollado, porque los turistas vienen de países desarrollados. Que no estar casado a los 24 años es un absurdo. Que no tener religión es irreal. Que comer con cubiertos es cochino. Por eso, para ahorrarse la entrevista cada hora, uno contesta lo que ellos esperan: soy de España, soy católico y estoy casado. Así no vuelven a preguntar.
Evidentemente, generalizo. Porque no falta el que sabe quién es Juan Manuel Santos. Hablo de Bhharat Kumawat, un joven de 20 años que me empezó a hablar cuando yo estaba admirando el lago y el palacio de Udaipur, su ciudad natal en el Estado de Rajastán, uno de los más coloridos, históricos y, consecuentemente, turísticos del subcontinente. Me hizo las preguntas de rutina y, con humildad, me fue contando su vida. Estudia español en la Universidad de Bombay y es nadador profesional. Su sueño es ser instructor de buceo en Galápagos. Nunca ha salido de la India, pero lee El Tiempo a diario y le parece que “Fernando Londoño es radical”. Juega cricket una vez por semana en el Shivaji Park de Bombay, la ciudad más cosmopolita. Estaba en Udaipur para el matrimonio de su hermana, que duró 10 días. Como el 85% de los matrimonios, el de su hermana fue arreglado por los padres del novio, quienes, sin embargo, no pagaron a la familia de la novia, una práctica que, a pesar de ser ilegal, el 40% todavía hace. Bhharat me llevó a las diferentes ceremonias, me invitó a comer con su familia (sentados en el piso, comimos pescado en salsa de coco, papas en curry y chapati) y, dos meses después, me hospedó en su apartamento en Bombay. Bhharat me insistió en que fuéramos a cine (100Rps), así yo no entendiera, porque la experiencia de Bollywood era interesante, ya que la gente bota monedas a la pantalla cuando sale el protagonista y hace fila días antes para coger buen puesto, porque eso de los asientos numerados no existe en la India. Y sí. Vimos My Name is Khan, a cuyo protagonista, Rizwan Khan, le tienen un templo de adoración en Calcuta.

Los indios no son malas personas, a pesar de que eso irradian en ciudades turísticas como Dehli, Agra, Varanasi, Jaipur o Khajuraho, donde la gente, entrenada desde niños en el mundo del turismo, lo trata a uno como si fuera un cajero automático. En la India no roban, pero, en sitios como estos, lo estafan a uno sin piedad. Desde envenenar la comida del restaurante del hotel para que uno tenga que usar la clínica privada del pueblo –cuyo dueño es el mismo del hotel–, hasta llevarlo a uno al hotel del ‘hermano’ después de decirle que el hotel que había reservado estaba cerrado por falta de higiene. La originalidad de los indios para estafar a los turistas tiene raíces históricas y por eso es tan efectiva. Algunos turistas se dejan, con el argumento de que no es mucha la plata que se pierde y porque no dejarse es una tarea difícil y agotadora. Pero esa relación antagónica entre turista y local ha llevado a que, en este tipo de lugares, los niños no entiendan que uno también es un ser humano y no una cosa blanca que solo existe para consumir y dar plata. O esferos y chocolates, que son las otras dos cosas que piden.

En tres meses que viajé por la India me gasté 36,000 Rupias (800 dólares), todo incluido. Claro: me metí en hoteles donde el ventilador estaba a punto de descolarse, conocí indios que me hospedaron en sus casas, viajé en trenes nocturnos donde los niños que se arrastraban por el piso lo despiertan para pedirle plata, vi algunos templos desde afuera, tomé pocos mototaxis, bebí poco alcohol y, lo más importante, nunca comí en restaurantes para turistas. Y pocas veces lo hice en restaurantes de clase media para locales. Comí en la calle, donde se prepara comida tan diversa y buena como la que se encuentra en los restaurantes. Van desde un sánduche de vegetales (15Rps) hasta un plato de lentejas con arroz y acompañamientos (30Rps). Desde un empanada de papa con garbanzos (Samosa, 6Rps) hasta un pescado adobado en curry (50Rps). Desde un crepe con especies y vegetales adentro (Dosa, 20 Rps) hasta un pollo con espinacas (50Rps). La gastronomía india, y sobre todo en la calle, es un mundo infinito, diverso y encantador. Y la posibilidad de conocer locales en la calle es mucho más amplia. En Mysore, por ejemplo, una ciudad con un palacio fastuoso y un mercado extraordinario en Karnataka, comí, junto a un grupo estudiantes de ingeniería, sangre de cordero hecha puré y mezclada con huevo (20Rps). Exquisito.

Comer en la calle no es sinónimo de enfermarse en la India. El 87% de los visitantes se enferman. Yo me enfermé cuatro veces, una de las cuales me llevó a vomitar 6 veces en un tren y fue culpable de dos estafas.

Pero, al ser un país de contrastes, las posibilidades de una vida acomodada también son infinitas. Restaurantes, discotecas, hoteles, centro comerciales: la oferta es tan amplia como en cualquier país de Europa. Y más barata. El cuarto más caro del Taj Majal de Bombay cuesta 230,000 Rps (5,000 dólares) y el más barato 10,000 (200 dólares). Ahí fueron los atentados de 2008, y después de la remodelación quedó sencillamente hermoso.

Yo, como hice en los hoteles más lujosos de cada ciudad, entré dándomelas del huésped –un perfil que los porteros se creen fácilmente por la pinta de turista– un día por la mañana. Cogí The Hindustan Times. Me senté en un sofá blanco con cojines que parecían nubes. Entré al baño, me gocé el papel higiénico mientras leía Newsweek, y me lavé la cara, el cuello y los brazos con un jabón elegante. No le dí propina al encargado de pasar las toallas. Fui al buffet de desayunos, cogí un pan de chocolate recién horneado y pedí un expreso hecho con café italiano. Me interrumpieron, con mucho respeto, mi lectura en el patio del comedor; y me preguntaron cuál mi habitación. Era la 1083. Salí como nuevo a coger un bus destartalado hacia mi hostal, The Salvation Army, una institución famosa en Bombay entre los viajeros que vale 230 Rps (5 dólares) con desayuno incluido. El detalle más famoso del hostal es que en el dormitorio de las niñas hay pulgas y en el de los hombres cucarachas. Andy, el irlandés con el que compartí camarote, se despertó con una en la mano, como si fuera su peluche. ¿Y qué iba a hacer? “Nada –le dije– no hay problema, mi amigo”.

Publicado en Revista Don Juan en Junio de 2010

Written by pardodaniel

julio 16, 2010 at 10:43 pm

Publicado en Revista Don Juan

Lina Marulanda: la modelo que se suicidó

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Carlos Oñate, el segundo y último esposo de Lina Marulanda, reservó la mejor mesa en uno de los restaurantes más sofisticados de Nueva York, el South Gate, un espacio alto y ancho con un bar de travertino anaranjado, paredes decoradas con espejos entrecruzados y ventanales de piso a techo con vista al Central Park.

Después de que Lina y Carlos fueron instalados en su mesa esquinera, la gerente del restaurante, Marcela Pulido, una bogotana que vive en Estados Unidos hace cuatro años, le hizo una seña a Carlos sin que Lina se diera cuenta. Carlos se paró y fue a donde Marcela le había indicado.

—Estoy nerviosísimo –le dijo Carlos a Marcela, a quien había contactado gracias a una amiga común de la infancia.

—Fresco —dijo Marcela— que nosotros nos encargamos del resto. Muestre el anillo.

Carlos se sacó de la media un anillo sencillo con un diamante en la mitad, lo entregó a Marcela y volvió a la mesa donde lo esperaba su novia Lina, que por ese entonces ya tenía el pelo teñido de negro. Después de cenar, la pareja salió a fumarse un cigarrillo y, mientras tanto, Marcela tomó la cámara de fotos que Carlos había dejado en la mesa.

Lina y Carlos volvieron a entrar y se sentaron. Acto seguido, un mesero trajo un plato con un Pot de crème en la mitad, una caja de chocolate a un lado que por dentro tenía pepas de chocolate y el anillo, y un aviso en salsa de chocolate que preguntaba ‘Will You Marry Me?’ Lina se puso feliz, abrazó a su futuro esposo, se puso a llorar y llamó a su amigos y familia para informar de la buena nueva.

Marcela, escondida detrás de una mata, registró todo con la cámara de Carlos. La pareja duró alrededor de tres horas en el restaurante y, según la Marcela, se veía complemente radiante.

La semana pasada, cuatro meses después de la visita de Lina a South Gate, Marcela tuvo que hacer una lista de las celebridades que han pasado por el restaurante que maneja, entre ellas Nicole Kidman y Bono. También puso a Lina Marulanda, la modelo colombiana que se suicidó el pasado 22 de Abril, con una frase a un lado que decía ‘May She Rest In Peace’. “Cada vez que paso por la mesa —dice— siento un escalofrío”.

Lina Marulanda y Carlos Oñate se casaron el 23 de noviembre del 2009 en un centro de convenciones en Bogotá y celebraron con la música en vivo del reggeatonero J. Balvin, uno de los favoritos de Lina. En abril de este año, en vísperas de la muerte de Lina, la pareja estaba en proceso de separación.

***

El jueves 22 de abril Lina Marulanda tuvo una cita en su casa a las 9 de la mañana con su contadora Carolina para revisar el estado de cuentas de Turmalina & Durando, una joyería que Lina puso en Bogotá. A eso de las 10 de la mañana, Lina se encerró en su cuarto mientras sus padres, visitándola desde Semana Santa, desayunaban en el comedor. Cuando sonó el ruido de un espejo rompiéndose en el baño, Carolina y los padres fueron a golpear al cuarto, pero Lina no respondió. Segundos después, sonó el citófono con el portero al teléfono. Lina saltó por la ventana de la ducha.

El apartamento está en el Antiguo Country, una zona residencial tranquila de estrato seis plagada de edificios de ladrillo. La portería del edificio, el cual tiene un parque con columpios al frente y se llama Balcony 86, tiene techos altos y un ventanal pegado a la rampa exterior del garaje, en la que cayó Lina a las 11 y 35 de la mañana. Por eso el portero, que se sienta en un amplio escritorio que mira a la rampa, sintió la caída como si hubiera sido encima suyo. Su reacción inmediata fue llamar al apartamento para avisar de lo sucedido. Minutos después, todos los medios, incluido un helicóptero de RCN, estaban allí reportando que Lina Marulanda, la modelo más alzada de Colombia, se había suicidado.

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La ronca voz de Marulanda todavía le desea un feliz día a quien quiera que llame a la sucursal de Turmalina & Durando en Bogotá, el negocio de joyas que ella decidió acabar después de que la fórmula empresarial no había dado resultados.

Cuando resolvió volverse empresaria, en el 2007, Lina invirtió gran parte de sus ahorros en la franquicia bogotana de la joyería caleña de Juliana Fajardo y Rubén Durando. Alquiló un costoso espacio en la 82 con 13, junto a los locales de los diseñadores más prestigiosos del país, y se hizo publicidad en medios y eventos.

Pero las cosas no se dieron. Según Iván Lalinde, el mejor amigo de Lina, ella no estaba contenta con la mercancía que le estaban mandado y la plata que le estaban reclamando. Después de diferentes altercados legales con Fajardo y Durando, Lina tuvo que cerrar el local y quedó debiéndoles cerca de 100 millones de pesos. De acuerdo a Durando, Lina tenía el manejo único, exclusivo y total del negocio, incluido el contable. La disolución, según él, fue un acuerdo mutuo.

Pero más allá de los detalles, lo cierto es que el fracaso empresarial disparó la frustración de Lina. Como buena paisa, comenta Lalinde, era una mujer emprendedora, que veía negocio en todas partes y que no podía dejar de pensar cómo hacer de lo que tenía algo mejor y más fructífero. En Caracol Televisión, donde trabajó 5 años, tuvo un negocio de comida rápida por el que todo el mundo la reconocía. ‘La Flaca’, como todavía la llamaban sus amigos más cercanos, murió decepcionada con su desempeño en los negocios.

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La mayoría de las interpretaciones del suicidio de Lina Marulanda han explicado que fue una mezcla entre el desamor y la desilusión en los negocios. Se ha dicho que, tiempo atrás, había intentado suicidarse con pastillas y alcohol. Terca como era, se dice que no quiso internarse en un tratamiento. También han corrido rumores de que pasó por problemas de anorexia y que estaba obsesionada con el estado de su cuerpo. En cualquiera de los casos, se sabe que Lina sufría fuertes depresiones, que iba religiosamente al gimnasio y que llevaba cuatro años visitando al sicólogo Fernando Vásquez.

Margarita Gómez, amiga de Lina y directora de Informa –la última agencia de modelaje que manejó a Lina–, explica la situación en la que se encontraba la modelo con la teoría del filósofo austriaco Rudolf Steiner, la cual Lina también conocía. El sistema filosófico consiste en ver la vida evolutiva del hombre en diferentes septenios. Lina se encontraba en el cuarto, que va de los 21 a los 28 años y consiste en el momento en que el ser humano decide cómo va a ser el resto de su vida. Lina, dice Margarita, “estaba en ese limbo donde no se sabe para dónde va uno”. El hecho de que Lina empezó un nuevo negocio, Miscelina, después de haber renunciado a otro, de que se separó de su esposo y de que finalmente decidió acabar con su vida, demuestra que ella definitivamente no sabía para dónde iría su vida. A Lina Marulanda, se podría deducir de lo anterior, la mató la incertidumbre.

Y es que no hay duda de que su forma de ser no era una ordinaria. ‘La Flaca’ era una mujer de altibajos, de amores y odios, de pasiones profundas, de rabietas espontáneas, de una voz autoritaria que no callaba sus sentimientos.

Fue por eso, precisamente, que salió de Caracol Radio en el 2008. Un año antes, dejó de presentar farándula en el noticiero de Caracol porque sintió que ya no estaba aprendiendo nada. El equipo de La hora del regreso, la transmisión de la tarde en la W Radio, la contrató para que cubriera eventos. El conductor del programa, Alejandro Marín, dice que le impresionó su propiedad para hablar de moda: “manejaba el léxico, conocía a los diseñadores, criticaba a las agencias”. “Lina —continúa Marín— quería deshacerse del estigma de presentadora de entretenimiento y quería incursionar en temas políticos, cosa que no fue fácil por el menosprecio de diferentes directivos, que no la veían competente para dicha labor.”

Por esa razón Lina no duró mucho en Caracol. Según Marín, Yamid Amat Serna, director del programa, “la despreciaba y estaba dedicado a hacerle la vida imposible”. Iván Lalinde coincide con que Amat Serna no la quería. Versión de Amat.

Lalinde afirma que, cuando quiso dejar el modelaje, también en el 2007, Lina no salió bien de Stock Models, la agencia donde estuvo 14 años en exclusiva y que, más que bien, la introdujo en el escenario del espectáculo. Irma Aristizabal, directora de Stock, dice que Marulanda se distanció de mucha gente por elección propia, que hubo contratos que no terminaron bien y que, no obstante, ella solo tiene buenos recuerdos de Lina en su agencia.

Cuando Lina tenía 13 años, la presentadora y también modelo Viena Ruiz la vio un día en Unicentro y le propuso, a ella y a su padre, que aplicara para ser modelo de la agencia. La única condición que puso la mamá de Lina, Beatriz, fue que cada vez que viajara a Bogotá tenía que quedarse en la casa de Irma.

Marulanda se quedó en Stock hasta el 2007 y volvió al modelaje en el 2008, ésta vez con la agencia Informa. El festival de moda que se llevó a cabo en Santander en mayo de 2009 coincidió con su cumpleaños 29, el día 15. Ese día, después de los 17 desfiles que ella y las demás modelos habían protagonizado, Lina organizó –libreto en mano- los Premios Oscares del Santander, un juego que premiaba a los personajes destacados del evento. El más divertido, recuerda Catalina Uribe, una de las presentes, fue para la modelo Mónica Hernández, que se ganó el “Premio a la más muda”. Cuando Lina le preguntó por qué era tan callada, Hernández le respondió que era porque ella nunca se callaba.

Evidentemente, Lina parecía ser una mujer feliz. Según Lalinde, uno de sus pocos amigos cercanos, ella prefería no exteriorizar sus tristezas y por eso es difícil saber por qué se acababan sus relaciones amorosas. En su cumpleaños 23, el empresario Luis Felipe Chacón le pidió matrimonio al frente de una chimenea. En el 2004 se casaron en las Islas del Rosario y duraron tres años, durante los cuales tuvieron un negocio de camisetas y otro de sánduches. Cuando Lina volvió de presentar El Desafío, un reality show de Caracol en una isla, se divorciaron. Poco después ella confirmó su noviazgo con el actor y fotógrafo Diego Cadavid, del cual quedó el perro adorado de Lina, Pascual, un buldog francés.

Lina Marulanda adoraba muchas otras cosas. Adoraba bailar, cantar, reír, burlarse y criticar. Adoraba el reggaeton, el Milky Way, las comedias románticas y el buen whisky. No gustaba de la fruta pero podía pasar horas viendo presentaciones de fisicoculturistas mostrando sus ostentosos y grasientos músculos. Podía comprar por horas, y era fanática de los blusones de colores, los blue jeans y las botas marca Miss Sixty. Como no usaba mucho maquillaje –solo polvos y pestañina–, no se sabía maquillar, y de ahí que ‘La Gorda’ Sandra, su maquilladora, fuera otra de sus adoraciones.

Lina adoraba a sus padres –Beatriz y Jaime– y a sus tres hermanos –Paulina, Juan David y Mauricio–. Todos le decían ‘La Tata’. En el 2009 le diagnosticaron a Jaime una enfermedad en los huesos que implicaba traer unas costosas medicinas de Cuba. Encima, a Beatriz le encontraron un cáncer de seno. Hacía rato que Lina había asumido los gastos de sus papás, incluidos éstos, y hoy ellos ya están curados.

‘La Tata’ vivió en Bogotá la mayor parte de su vida, pero nunca perdió el hablado paisa y arrastrado de Medellín, donde nació en 1980. Primero estuvo en el colegio católico Santa María del Rosario, donde tuvo como profesor de estadística, una de sus materias favoritas, a Jader Trujillo. “Ella siempre fue de carácter fuerte —dice Trujillo—; era una líder, era alegre y era buena para las matemáticas.” La incipiente carrera de Lina como modelo y su carácter rebelde chocaron con la filosofía del colegio y las monjas que lo administraban. En décimo, a los 16, pasó al colegio Parra París, de donde se graduó. Después vino a Bogotá y combinó el modelaje con su carrera de Mercadeo y Publicidad en La Universidad Jorge Tadeo Lozano. En el 2002 entró al noticiero CM&, en el 2003 pasó a Caracol y en el 2009 trabajó para canales institucionales y para el Alcalde Samuel Moreno. Lina Marulanda fue imagen de cuanto producto y portada de cuanta revista uno se pueda imaginar.

***

En el 2005 Lina y la modelo Alejandra Azcárate, otra de sus grandes amigas, se fueron de viaje por Europa con sus respetivos esposos, Felipe y Miguel. Aburridas el tren de Madrid a Toledo no llegaba, Lina y Alejandra fueron a buscar un trago. Querían una sangría, pero el único restaurante que vieron era chino.

– Señor, ¿nos puede vender una copa de sangría?, preguntó Alejandra al mesero.

– No vendo por copa –dijo el señor-. Solo por botella.

– Qué vaina –dijo Lina-. Nosotras no tomamos por botella; solo por botellón.

La siguiente escena de la historia es Lina Marulanda y Alejandra Azcárate cargando a cuatro manos un botellón de agua lleno de sangría del restaurante chino a la Estación Puerta de Atocha de Madrid. Después aparecen Lina y Alejandra, borrachas, bailando y cantando en un tren camino a Toledo. La última escena de la historia es los cuatro jinchos en Toledo sufriendo porque habían dejado el canguro con la plata en el tren, que ya iba camino a Mérida.

Publicado en Revista Don Juan en mayo de 2010

Written by pardodaniel

junio 2, 2010 at 10:41 pm

Publicado en Revista Don Juan

La Navidad en Nueva York

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Empecemos por citar al pensador de la ciudad, Jerry Seinfeld:

“El árbol de Navidad inspira una relación amor-odio. Todo ese tiempo que uno pasa emperifollándolo, para después botarlo, en la mitad de la calle, como si fuera una ardilla recién atropellada. La gente tira el espíritu de la navidad por la ventana como si fuera un borracho de bar. Se levantan un día, y dicen «¡Dios! ¡Hay un árbol entre la casa! ¡Bótenlo!”.

Diciembre es el domingo del año. Y Seinfeld tiene razón: enero es el lunes. La gente se pasa el año entero desayunando en el camino al trabajo, tratando de lidiar con el alto voltaje de Nueva York. Pero en diciembre, por fin, su obsesión por no perder un segundo de tiempo ni un metro de espacio, se relaja. Se sientan, finalmente, a comerse un helado, leer una novela, ver una película o a hablar con un extraño. En vez de hacerlo todo camino al trabajo.

Toda ciudad de Occidente, y la mayoría de las de Oriente, se empaca en papel de regalo en diciembre. Pero ninguna tiene el moño reluciente de Nueva York. La capital del mundo, la ciudad que nunca duerme, la Roma de la modernidad. Pero el pulmón que respira el espíritu de la navidad, también.

El primer árbol decorado con luz eléctrica se prendió acá. (¿Acaso tiene sentido un árbol de navidad sin luz eléctrica?). Si Edward Hibberd Johnson no es el padre de la navidad, al menos lo es de la navidad eléctrica. En 1871, Johnson contrató a Thomas Edison, un niño genio de 24 años que venía de New Jersey, para que trabajara con él en la Compañía Americana del Telégrafo. Años después, tras haber hecho historia juntos, Johnson escribió que, como buen neoyorquino, Edison almorzaba y dormía en su escritorio. “En seis meses, se había leído miles de libros y hecho centenares de experimentos”. Uno de ellos, el bombillo. Juntos, armaron la Edison Electric Light Company, de la que Johnson era el vicepresidente cuando, en su casa de Midtown, amarró 80 bombillos rojos, azules y blancos a un árbol de pino. Al día siguiente, diciembre 22 de 1882, un reportero del Detroit Post dijo “ayer caminaba por una de la zonas iluminadas de Manhattan y vi una cantidad de gente impresionada con un pino iluminado de colores”. Ese fue el comienzo de una tradición que se regó por el mundo entero y hoy, todavía, tiene su más imponente expresión acá, en la 51ª con 5ª Avenida: el Rockefeller Center. Todos los años, desde 1931, el manager de la división de jardines del Rockefeller vuela en un helicóptero por el noreste de América buscando un pino noruego que encaje en la plaza central de este complejo de edificios comerciales que, en el momento de su construcción, 1929, no tenía precedentes. Aunque el pino cambia todos los años (este año lo encontró en Connecticut), la estrella de cristal que se erige en su punta, de 3 metros de altura y 250 kilos de peso, no. Ocho kilómetros de cable con 3000 bombillos de luz solar serán instalados en el árbol de 40 metros de altura el 3 de diciembre. Y así –con su pista de hielo en la mitad–, la Plaza Rockefeller será, de nuevo, la primera parada de los tours navideños en Nueva York.

Una de las 19 instituciones que hacen parte del complejo Rockefeller es el teatro Radio City Music Hall, en la 51ª con 6ª. Desde el 13 de noviembre hasta el 30 de diciembre, cuatro veces al día, 40 mujeres enfiladas milimétricamente saldrán al escenario con sus piernas apuntando al cielo y una precisión matemática a dar inicio al show que reúne a un millón de personas al año desde 1933; hoy en día, por 45, 100 o 250 dólares. Después aparecerá Santa Claus, en un video en tercera dimensión, volando desde Staten Island, al sur de Mahnattan. Pasará por encima de la Estatua de la Libertad, el Empire State, llegará al Radio City y entrará al show más “emocionante que se puede vivir; un sueño inolvidable que uno no puede superar”, según le dijo al New York Post Katie Martin, una de las 140 Rockettes que son, según ese mismo artículo del Post, “más americanas que el pie de manzana y más navideñas que la nieve”. (¿Se puede pensar la navidad en un clima cálido?)

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La generalización, como es usual del NYPost, es debatible. Porque si algo hace de la navidad neoyorquina algo especial, es ver al Central Park forrado en blanco, con sus carrozas y su pista de hielo en la 58, justo en frente del Hotel Plaza, ese que todos recordamos por una película auténticamente navideña, Mi pobre angelito II: perdido en Nueva York. “Te puedes meter con lo que sea, pero nunca con un niño en navidad”, le dice Kevin McCallister a ­­­­­­­­­los ladrones que pretendían robar su tienda favorita, Duncan Toy Store. La escena, por la que los niños extras recibieron un juguete cada uno, fue grabada e inspirada en FAO Schwarz, una institución que, si no es la tienda de juguetes más grande del mundo, es la tienda más navideña del mundo. “Es un caos contenible, alegre e inocente en el que los niños, preocupantemente, entran en shock”, escribía Susan Orlean en diciembre de 1995 en The New Yorker.

De otra tienda, Macy’s, se trata Milagro en la calle 34, la cinta de 1947 sobre el señor que por accidente tuvo que actuar de Papá Noel en del desfile de Navidad y finalmente, gracias a su insistencia, fue reconocido como el verdadero Papá Noel. En Remember the Night, cinta de 1940, Lee Leander es arrestada el día de navidad por robar en una joyería de Nueva York; el juez la deja libre por la noche y durante la cena Lee se enamora de John Sargent, el oficial asignado para acompañarla; vuelven a la ciudad, y después de ser sentenciada, John le propone matrimonio.

Nueva York en navidad no es solo bienestar. No es solo niños con gorros, guantes y cachetes rojos montados en un trineo. No es solo Bagel con chispas rojas y verdes. También es familias sin casa en los ayuntamientos del Bronx y mexicanos moliendo en una cocina hirviendo en el Greenwich Village. A eso se refería en el 49 John Cheever en su cuento “La navidad es una temporada triste para los pobres”. Así como O’Henry en “The Gift of the Magi”, del 05, en el que una mujer vende su pelo para comprarle a su esposo una cadena para su reloj, cuando el señor ya ha vendido su reloj para comprarle a ella una concha de carey.

Pero si la navidad de los pobres se trata de saber evadirla y olvidarla rápidamente, la de los ricos, naturalmente, se trata de lo contrario. En la cena navideña, Jerusalén es a ‘la novena’ lo que Nueva York es a ‘los regalos’. Y de ahí que vitrinear sea uno de los eventos decembrinos de la ciudad. Las estanterías de Lord & Taylor (en la 5ª con 39) son obras de arte que no promocionan ropa, sino exhiben hasta qué punto puede llegar la imaginación de la navidad. Entrar a la tienda, sentir el alivio de la calefacción, ver el techo alto, oír la música de navidad y comerse un chocolate que le regala en la entrada una niña vestida de El Cascanueces, es una de las prácticas que uno no puede eludir en el diciembre de Manhattan. Como también lo es subir al quinto piso de Sacks (en la 5ª Avenida con 50) y ver a la gente patinar en la pista del Rockefeller. Dicen, y difícil comprobarlo, que la mejor vista se ve desde el vestier de mujeres, donde Jacqueline Kennedy se probaba sus compras en los 70 y hoy lo hace Gisele Bundchen.

Irse de compras en Nueva York en navidad es una tradición milenaria. Hay que pasar por la sección de los niños de Macy’s y ver a Santa Claus prometiéndoles regalos inimaginables a los que hacen la fila. Hay que comprar una bota de navidad en la feria de Bryant Park, donde también se puede patinar. Hay que parar en el lounge de Bloomingdale’s a tomarse un Gin-Tonic viendo Fútbol Americano, el deporte de la navidad gringa. Hay que entrar a la sección de DVDs de Barnes & Noble y comprarle uno al papá. Lo mismo que en la sección de billeteras, sombreros y corbatas de Barney’s. Hay que ver el show de caleidoscopios en la feria navideña de Grand Central. Hay que olvidarse de que las cosas cuestan y pensar que cada regalo que uno compre será de esas esos que uno mira, años después, y le comenta a su esposa: “¿Te acuerdas que compramos esta licorera en la Navidad del 2009 en Nueva York, antes de comernos el pato a la naranja en el sitio francés donde el mesero nos regañó?”

(c) Magnum Photos

Porque Nueva York sustenta, con argumentos, su rol de ser la ciudad donde no se cocina en casa. El Panetón milanés en Grandaisy Bakery, la panadería italiana que sirve el mejor espresso de SoHo al son de Sinatra, es un ejemplo. O la Bouche de Noël francesa en Payard Patisserie & Bistro, la chocolatería que Time Out llamó, en su clásica lista de todos los años, “la primera razón para romper su dieta”, otro. Dice New York Magazine que “el desayuno más fidedigno de navidad está en el Gemma”, el restaurante del Bowery Hotel, en el East Village. Y la tradición dice que la comida más tradicional está en el Maze, del Hotel London, en el Upper West Side.

Nueva York es “la ciudad de los contrastes”, según Gay Talese. Y por eso mismo es la navidad de la diversidad. Los musulmanes celebran el Festival del Sacrificio, los judíos Jánuca, los indios Sankranthi, los Puritanos no celebran nada y los chinos poco se dan por aludidos. Pero así la Catedral de San Patricio (en la 5ª con 50) haga grandes ceremonias en diciembre, la navidad en Nueva York no se trata de rezar. Se trata, por ejemplo, de colarse, a lo Ted Kramer (Dustin Hoffman en Kramer vs. Kramer), a una fiesta empresarial de navidad en cualquiera de los bares gringos que hay en la ciudad (McFadden’s, por ejemplo) a tomar champaña gratis y de paso conseguir un trabajo para el año que viene.

* Publicado en Don Juan

Written by pardodaniel

diciembre 3, 2009 at 9:52 pm

Historia de un farsante: Pablo Escobar Jr.

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Con sus regordetas manos José Rodríguez sacude la pila de Pablo Escobar Gaviria en el Cementerio Jardines Montesacro al sur de Medellín. Vestido de pantalones blancos y camiseta roja, el rapero forrado en joyas admira la tumba del capo. Después toma la cámara, enfoca la vista de Medellín y dice en inglés “aquí es, hijueputas; el lugar donde mi papá tenía su imperio y sus colecciones de carros”.

Rodríguez se presenta como el hijo de Pablo Escobar en el Barrio que lleva el nombre del narcotraficante, donde hace que los habitantes muestren sus armas y hablen se su ídolo. Después aparece Roberto Escobar Gaviria, alias ‘El osito’ y hermano de Pablo, y dice “estoy muy agradecido con el sobrino Pablo por haberme traído saludes de todos los raperos americanos que nos van a colaborar con este proyecto”. Rodríguez toma la palabra y dice, en inglés, “esta es la Familia Escobar; tomen nota, hijueputas”.

Con eso, que fue en febrero del 2009, el rapero de New Jersey logró hacerse llamar Pablo Escobar Junior y escribir, en su página de YouTube, “después de que los resultados (de ADN) volvieron positivos, Roberto Escobar Gaviria le confirma al mundo que él (Rodríguez) sí es el verdadero hijo (de Pablo Escobar)”. Sin embargo, Roberto me confirmó, el pasado 18 de noviembre, que él nunca conoció esas pruebas y que, “para comprobar si es hijo de Pablo, Rodríguez tiene que mostrar el ADN”. “Yo le voy a decir a ese señor que retire ese video —me dijo Roberto—, porque él me tomó por sorpresa y se aprovechó de mis sentimientos de hermano”. Existe una carta donde Roberto lo reconoce como su sobrino y explica cuándo y cómo Escobar conoció a la mamá de Rodríguez en Costa Rica en los 70. Pero fue Rodríguez mismo quien la escribió. Y, de todas formas, Roberto, que hoy en día escasamente puede ver, toma esa reunión como un desliz de su sensibilidad como hermano.

José Rodríguez Chamberlain, un Costarricense inmenso que habla español fluido pero con errores, lleva al menos un año haciéndose pasar, fraudulentamente, por el primogénito de Pablo Escobar. En julio de este año, Asis, una revista neoyorquina de raperos, publicó una entrevista de ocho páginas en la que Rodríguez contaba el difícil papel de ser hijo de “la séptima persona más rica del mundo según Forbes”, acorde a la publicación que abre con una foto de Pablo Escobar y en la contraportada trae a una modelo en bikini. Ahí, Rodríguez apunta que “vivía en una casa con hipopótamos y estatuas de dinosaurios”; que Escobar pataneaba con él; que quisiera que estuviera vivo; que parte de su dinero lo “ha tomado el gobierno estadounidense”; que ha sufrido rechazo por su apellido; que Escobar estaría orgulloso de él; y que su labor en Estados Unidos es legitimizar el nombre de la familia.

Y esa imagen, una de un calvo redondo con barbaba al que le cuelga una collar gigante que dice Escobar, es la que los gringos han estado viendo. Este año, Rodríguez salió en el Show de Cristina, fue entrevistado en la revista Elenco y habló en La W, donde Sebastián Marroquín (Juan Pablo Escobar, hijo) dijo que “ni siquiera es necesario hacerle una prueba de ADN a este payaso, que me amenazó porque no quise hacer de mi papá un negocio”. Pero si bien se ha cuestionado su identidad, el desatinado testimonio de Roberto fue tajante para los raperos neoyorquinos, y por eso Rodríguez ha estado gozando —en la élite rapera de fiestas, limosinas, modelos y joyas— de ‘ser’ el hijo de Pablo Escobar. Porque eso tiene mucho de atractivo en el país que se consume el 90% de la cocaína colombiana, especialmente en Nueva York. Incluso, fue la revista Asis quien pagó por el viaje a Medellín y un reportero de ésta quien lo grabó con Roberto en Medellín.

La estética mafiosa tiene mucho que ver con la rapera. Figuras como El Padrino y Tony Montana, el cubano mafioso de Scarface, son símbolos ejemplares del rap contemporáneo; son, exactamente, las imágenes que ilustran sus camisetas. Los sobrinos de John Gotti, el elegante mafioso de la familia Gambino conocido porque sus casos siempre eran exonerados, son raperos. También lo es el hijo de Frank Lucas, el mafioso negro que inspiró la película American Gangster. Y lo mismo es Michael Corleone, el hijo de la narcotraficante colombiana que, basada en Miami, se hizo conocer como La Madrina de la Coca: Griselda Blanco.

Haciendo el papel del hijo de Pablo Escobar, Rodríguez se volvió parte de ésta élite de delfines, donde, según él, hay cierta rivalidad sobre el poderío que alcanzaron sus progenitores. Esa fue la razón por la que el hijo de Griselda lo amenazó, dice, aunque el Corleone sostiene que fue porque Rodríguez se dio crédito en una canción de él. A pesar de que no ha grabado su primer disco, Rodríguez dice que “todos somos raperos porque tenemos historias que contar”.

José Rodríguez es un desempleado humilde de New Jersey, según Edwin Vargas, un detective del NYPD que lo arrestó en marzo porque estaba a extorsionando su ex manager, por lo que fue dictado con una orden de restricción. Según me contó Rodríguez en julio pasado —cuando me llevó, en un Chevrolet Impala deteriorado, a un restaurante colombiano en New Jersey—, él nació en Medellín y se fue a los 9 meses a Costa Rica. Pero su ex manager, un relacionista público que lo conoció de cerca, asegura que nació en Costa Rica y que su primera vez en Colombia fue este año, invitado por Asis. Cuando le pregunto por Escobar Gaviria, Rodríguez evade las preguntas con, por ejemplo, “él quería ganarme con regalos…Mi papá llenaba una piscina con perico….la situación de ser su hijo me hizo anormal; por eso nunca fui al colegio.” Aunque cada vez que menciona a Escobar el rapero se contradice o cruza las historias, a mí me dijo que lo vio a los 9 y a los 11 años. Y que no se acuerda de los detalles.

Tampoco se acuerda, dice, cuándo y por qué decidió salir a la luz como el hijo de Pablo Escobar. Según él, su madre salió de Medellín asustada por las andanzas del capo. En Costa Rica, se cambió el nombré y el de su hijo, y así justifica Rodríguez que la copia del pasaje a Medellín en Febrero, por ejemplo, esté a su nombre. Pero ya sabiendo que todo esto es producto de su imaginación, la pregunta que queda suelta es cuándo y cómo decidió Rodríguez inventarse que era el hijo de Pablo Escobar. Naturalmente, cada vez que lo cuestioné sobre la anécdota, el rapero me desvió, con talento, la conversación.

Según su ex manager y unos videos que se encuentran en YouTube, algunas de las historias que me contó Rodríguez son ciertas. Por ejemplo, que en el 2000 se fue de New Jersey a California porque su mamá, que hoy vive con él y trabaja de niñera, estaba deprimida. En Los Ángeles, Rodríguez estuvo entre la indigencia, viviendo en Venice Beach, y la fama, andando con vendedores de cocaína que lo admiraban por ser el hijo del colombiano más famoso de Estados Unidos. Alguna vez lo cogieron con cocaína, y lo sentenciaron a 10 años de cárcel, ya que le acumularon varios cargos pendientes, entre ellos pelearse con un policía en sus tiempo de grabadora al hombro y camiseta que decía “Fuck the Police”. Dos años después, salió libre porque el policía que agredió no presentó los cargos, y volvió a New Jersey, donde se convirtió en cristiano radical y rapeaba rezos en congregaciones religiosas. Gracias a su fe, me dijo —mientras se comía una bandeja paisa de 7 dólares que yo invité—, una sobrina suya infectada de sida se curó inesperadamente.

Sobre la mesera que nos atedió en el restaurante, una caleña de no más de 22 años que tenía el pelo cogido hacia atrás, Rodríguez dijo, mientras se tomaba la segunda Colombiana en cinco minutos, que “está buena; la cara está embolatada; pero uno le pone la bandera del país y lo hace por la patria.” Cuando le mandé un mensaje de texto preguntándole qué tenía que “coger” para llegar al restaurante, Rodríguez me contestó que “lo único que tiene que se coger es un puta”. Así es José Rodríguez: de piercing en el mentón y tatuajes desteñidos en los brazos; que coge el tenedor por encima y lleva la cara al plato. Siempre ha sido gordo, dice, y su ex manager contó que, más que un problema, él ve su obesidad como una razón por la que la gente lo respeta. Aunque su trago favorito es la piña colada, solo sale de fiesta cuando le pagan o lo invitan. La ropa, siempre de colores vivos, la compra en sitios modestos. Y la calavera que llevaba de collar ese día no era de un diseñador famoso, por lo que le costó apenas mil dólares. La barba, por su parte, se la dejó en honor a Pablo Escobar Gaviria, su supuesto padre.

Rodríguez —que se cambia de edad regularmente pero tiene alrededor de 35— se casó hace 5 años con una colombiana que es asistente de dentistería en New Jersey. “Ella sabe lo que es ver a la guerrilla asaltar la casa de uno”, me dijo. Se conocieron en Home Depot, una importante cadena de utensilios para construcción donde Rodríguez era auxiliar y de donde lo despidieron porque amenazó de muerte a su jefe. Juntos tienen una hija que no se apellida Escobar, puesto que, según él, no la quiere perjudicar. Para ella, él es “Pablo Escobar el artista, no el narco”. Por esa misma razón no viven juntos, aunque se especula que es porque no se llevan bien. (Esta información sobre la verdadera vida de Rodríguez viene de una fuente fidedigna que no quiso revelar su nombre por miedo a las amenazas del rapero).

Él vive en una casa con su mamá, María Chamberlain, la dueña del carro que maneja que según él trabaja con niños autistas; con su verdadero padre, Wilfredo Rodríguez, un aficionado a la mecánica de unos 60 años; y con el menor de sus dos hermanos.

José Rodríguez pasa sus días grabándose fumando marihuana y regando sus videos por YouTube. Uno de ellos es el trailer de The Escobar Life, un documental biográfico que supuestamente le van a hacer. En uno, con ojos sosegados, dice, en inglés, “mi nombre es Pablo Escobar y ésta es mi vida”.

Publicado en Revista DonJuán en diciembre de 2009.

Written by pardodaniel

noviembre 18, 2009 at 10:38 pm

Publicado en Revista Don Juan