Daniel Pardo's Blog

Un reguero de letras, por Daniel Pardo

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La moda en Colombia, según la revista Vice

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Una legendaria revista gringa publicó un video sobre la moda en Colombia que generó controversia e indignación en nuestro país. Si bien lo que pinta el video es una realidad que no podemos negar, el ángulo del reportaje demuestra que la revista Vice no es más que un producto de esa cultura arbitraria e inmadura del primer mundo que, entre otras, abastece a los narcotraficantes que tienen a este país en el estanque cultural y económico hace cincuenta años.

Los colombianos tenemos que dejar de ofendernos por que nos digan narcotraficantes. No solo porque, en parte, eso somos, sino porque, también, el ser humano no tiene la culpa de ser inherentemente injusto: sea por culpa de los medios, sea porque somos idiotas, sea por una arbitrariedad innata, la gente estigmatiza a todo el mundo todo el tiempo. Y no tiene la culpa. Generalizar está mal, sí. Pero es una necesidad. Los colombianos somos narcotraficantes así como los argentinos son pedantes, los españoles malhablados, los gringos obesos o los indios cochinos. Cambiar eso nos va a tomar décadas, si no siglos: cambiar un estereotipo es cambiar concepciones culturales. Y eso no es fácil.

Gracias, Pablo: nos hiciste famosos ante el mundo. Gracias, Fabio: nos diste una carta contundente de presentación.

¿Y nos vamos a poner a decir que Colombia también es café y playas bonitas cada vez que nos dicen narcotraficantes? Nos va mejor si le seguimos el chiste a todo el extranjero obtuso que nos califica de narcos: decirle que, sí, en el bolsillo llevamos un kilo de coca, que llegamos a Nueva York con condones llenos de heroína en la barriga, que somos indígenas y que Colombia sí es una selva donde solo se produce perico. Y se consigue a precio de pan. Nos va mejor así. En vez de decir, siempre, que Colombia también es García Márquez y Shakira.

Decir que los colombianos son narcotraficantes es como decir que todos los jóvenes en sus veintes en Nueva York y Montreal son drogadictos.

Así que, si esos son los términos, empecemos por decir que la revista Vice es de drogadictos codiciosos sin pretensiones periodísticas serias, que estigmatizan y hacen prensa para ese niño rebelde que lo ha tenido todo en la vida y vive de sus papás en Brooklyn, haciéndose el artista y vestido con una boina innecesaria y unas gafas estrafalarias.

Esa revista neoyorquina para hipsters publicó hace poco un video sobre la moda en Colombia, usando como excusa y ejemplo la Semana de la moda en Medellín. Se fueron a los desfiles de la élite. En las entrevistas ridiculizaron a nuestros lagartos de la moda: niños sin conocimientos que, sin duda, son una carnada apetitosa y efectiva para todo aquel que busca ridiculizar. Hablaron de coca, de moda, de traquetos. En fin: usted conoce el cuento y ahí en el video lo puede ver. Después se fueron a un desfile alterno a la Semana de la moda, donde se toparon con esa cultura de la voluptuosidad y la ostentación que Colombia heredó del narcotráfico y hoy inunda nuestra televisión, reinados y, en general, forma de ver la belleza.

El video, entonces, escoge pintar las dos realidades que le convienen: la moda arribista y la moda corroncha en Colombia. No se ve a Silvia Tcherassi por ningún lado. Ni a Esteban Cortázar. Ni a Raúl Higuera, Ruven Afanador o Mauricio Vélez. Mire: yo no soy ningún sabio, pero, desde la ignorancia, sé que la moda en Colombia es mucho más que arribistas y traquetos. Es eso, sí, pero también es lo otro. Y ahí está el punto importante del video de Vice: que, para alimentar los gustos de su público drogadicto en Nueva York, ese por cuya culpa Colombia padece un problema histórico e irremediable, escogieron pintar el lado estereotípico de la moda en Colombia. Que existe, sí. Que no podemos negar, también. Pero que tampoco es el espectro completo.

Y ese es un problema, también irremediable, del periodismo: que uno no puede escribir pensando en las personas que se van a ofender. Al contrario: uno debe escribir según lo que su particular público demanda. Y, para Vice, una historia así cae como anillo al dedo: sus lectores son hipsters que creen estar en el cúspide del mundo solo por estar en Nueva York, que inundan sus narices en sangre colombiana, que creen que saben mucho porque estuvieron mochileando en Tailandia, que ven el mundo desde una pantalla. Ese es el público de Vice: ese que escribe Columbia en vez de Colombia. Que preguntan si nosotros hablamos es portugués o español. La revista Vice es una revista para idiotas, como su mismo fundador lo ha dicho. Y, en ese sentido, está bien que se basen en estereotipos injustos que abastecer esa estupidez. Ese es su negocio, saciar la estupidez de sus lectores, y están en su derecho de hacerlo.

Por eso en Colombia no tenemos por qué indignarnos por publicaciones como esta ni hacer campañas de Colombia es Pasión para cambiar esa imagen. Nada: vivamos con eso. Qué más da. Tampoco es tan grave. De hecho es divertido. Así como es divertido decir que los judíos son, todos, unos mezquinos, cicateros, usureros. Generalizar es fácil. Ridiculizar también. Mandar a una modelo británica a Medellín a que se rompa de fiesta y de paso haga un documental sobre la moda desde sus arbitrarios ojos también es fácil. Y eso fue lo que hizo Vice.

Colombia es un cagadero: en eso todos estamos de acuerdo. Somos un país atrasado, inviable. Y nuestra moda peor: en ella inunda el arribismo, la lagartería, el mal gusto. En eso, el video de Vice está bien. Sobre todo si eso es lo que su público –que también es inviable– le pide.

Así que, en conclusión, el video es una mediocridad. Así como la revista Vice y la moda en Colombia. Colombia como país también es una mediocridad.

Publicado en Exclama en noviembre de 2011.

Written by pardodaniel

noviembre 19, 2011 at 5:25 pm

La revista del futuro

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A manera de editorial, porque somos pregoneros del papel, quisimos hacer un perfil de una revista y un hombre de revistas con los que nos identificamos plenamente. Le presentamos a Monocle.


El título de este artículo no es una contradicción, ni una paradoja: es, así suene ingenuo, real. Y esta es la razón: hay un hombre –43, pelo blanco, barba de tres días, jeans, pañuelo en el blazer– convencido de que en este mundo digitalizado hay un futuro para las revistas.

El Internet le dio una bofetada aplastante a los impresos. La revista de música más importante del Reino Unido, NME, reportó una reducción en ventas del 20 por ciento en agosto. La segunda más importante, Q, reportó una caída del 26 por ciento. La legendaria Newsweek ha pasado por tres dueños en cuatro años y ahora, que fue comprada por el portal de internet The Daily Beast, ha tenido que refugiarse en la controversia para vender más. Las revistas de celebridades, como People, reportaron una baja del 10 por ciento en ventas en agosto. Y lo mismo con las revistas de moda, como Marie Claire, Elle y Bazaar, que bajaron 18 por ciento en ese mes.

Pero toda regla tiene una excepción: hay, en el mundo de dios Google, revistas que no paran de crecer. Y eso tiene una razón: según Jeff Jarvis, una autoridad en los medios, la única salida que tienen las revistas es convertirse en un producto de lujo y sin igual. The Economist, el ladrillo de análisis más elocuente y balanceado del mundo, ha subido sus ventas en un 94 por ciento en los últimos 10 años y 20 por ciento en los últimos seis meses. Es el único semanario del mundo que tiene un futuro viable. ¿Por qué? Porque nadie más puede hacer lo mismo y en la web, a menos de que uno tenga inscripción, su contenido no se encuentra. Lo mismo pasa con The New Yorker, la única revista de CondéNast que no ha echado a un solo periodista en cinco años. Y parecido con Vogue, que sigue viva gracias a su mamotreto de septiembre.

Sin embargo, estas últimas revistas únicas en su especie llegaron a la era digital con un nombre, un público y una reputación. Si uno le pregunta a cualquiera de sus editores sobre la posibilidad de montar una revista hoy en día, todos le dirán que no sea ingenuo: no se meta en ese barullo.

Pero hay un hombre –periodista de guerra, viajero, catador de aguas con gas– que lo hizo. Y esta es la historia.

Tyler Brûlé nació hace 43 años en Canadá. Apenas se graduó de la universidad en Toronto, empezó a trabajar para la BBC en Londres. Pasó por varias publicaciones y, aunque no se consideraba un escritor, terminó de corresponsal en Afganistán para Focus, una revista alemana. Era 1994: Afganistán era tan caótico como es hoy. En un viaje, el carro de Brûlé fue atacado y, de las 39 balas que le dispararon, una entró a su hombro, otra a mano izquierda y una más a su pecho.

En el hospital, de vuelta en Londres, Brûlé no hizo más que leer revistas de cocina y arquitectura. Se le ocurrió una idea: montar una revista de diseño industrial para gente inteligente. Le dieron un crédito y montó Wallpaper* –sí, con asterisco– en el 96, una impecable revista que un año después fue comprada por un inmenso conglomerado de medios, Time Warner, por un millón de dólares. Brûlé se quedó de editor y salió en el 2002 por diferencias con la compañía.

Le dieron una columna en el Financial Times –que todavía escribe– y encontró un nicho que le pedía una visión sofisticada de las noticias. En esas compró la agencia de diseño que se había inventado años atrás, Wink Media. Y hoy la agencia –que ha diseñado la marca de TAG, Swiss Airlines y Blackberry, entre miles– queda en el tercer piso de Mindori House, el edificio donde se hospedan las dos compañías de Tyler Brûlé: Winkreative, la agencia, y Monocle, la revista del futuro.

En Inglaterra hay tres tipos de medios: los tabloids –para las clases populares–, los midmarket –intereses generales para todos– y los broadsheets –información especializada y de alta gama–. Brûlé es, sin duda, un periodista broadsheet: dice inspirarse en el inteligente semanario alemán Der Spiegel y sus revistas favoritas solo se encuentran en pequeñas librerías: German AD, Casa Brutus, Fantastic Man y Apartamento.

Monocle, la bebé de Brûlé, es una revista de alta gama en todos los sentidos. Empezando por la información: si bien cubre política y economía –lo que en inglés llaman current affairs–, el contenido no es coyuntural: la realidad se ve a futuro, de manera lateral. Es decir: si van a cubrir Bogotá, no se enfocan en el escándalo de los Nule, pero sí en la historia de la ciclovía. Es información interesante que, sin un conocimiento profundo del lugar, el lector foráneo no va a leer en otros medios. Piense en temas como el auge del jazz en Etiopía, o el boom económico de Montpellier, o la resurrección de Alpa, unas costosas cámaras análogas de colección.

«The Economist demuestra que el periodismo de calidad siempre va a tener tener piso; y nosotros lo hacemos en un sentido más visual», se le ha oído a Brûlé. La portada parece la de una revista académica, pero con una foto y un papel de lujo. Concebida al estilo de un coffee-table book, Monocle viene impresa en cuatro papeles distintos. Sacan 150 mil ejemplares diez veces al año. Llevan 47 números. Vale 10 dólares, o 5 libras. El 65 por ciento de las entradas viene de anuncios de Cartier, Hugo Boss, Louis Vuitton o Audi. 50 por ciento de los lectores está en Europa, 30 en Estados Unidos y 20 en Asia. Todo el contenido es original: no usan agencias de noticias y la información, incluso la que se necesita para reseñar un libro, viene de una reportería periodística. Una Monocle tiene, en promedio, 50 mil palabras, que es lo mismo que una novela promedio. No obstante, el texto más largo tiene 1200 palabras, que es, por ejemplo, lo que tiene este artículo.

En una edición trabajan 80 personas en diferentes rincones del planeta, lo cual es un testimonio de lo que quieren hacer: una revista global, para gente cosmopolita, sin afiliaciones nacionales. Hablamos de un producto de este mundo digitalizado. Pero en impreso.

Monocle no está en Facebook ni Twitter. En la página web no se encuentra el contenido de la revista, sino otro, más coyuntural. Están por inaugurar una estación de radio 24 horas, que será su forma de incursionar en el internet.

A Brûlé no le interesa tener una versión de iPad en un futuro cercano, así se diga que las tabletas sean la salvación de las revistas. «Los medios occidentales no han hecho más que quejarse de los problemas que tienen», ha dicho Brûlé. «Pero si mira a los mercados asiáticos, que van cinco años más por delante que nosotros en el tema digital, la respuesta de ellos fue ‘invirtamos más en impresos’». Piense en los vinilos: su uso se ha vuelto obsoleto, pero no para todo el mundo, porque todavía hay gente que los usa, incluso para crear música. Así ve Brûlé su revista: como un objeto de colección. Y por eso creen en el papel, porque es un papel único en su especie. Por eso tienen dos periódicos: uno de verano, Mediterráneo, y otro de invierno, Alpino.

Ahora bien: una revista, pensada para el mundo de hoy, debe ser más que una revista. Monocle es, también, una institución que vende exclusividad: tienen una boutique de ropa y objetos de diseño en distintas capitales del mundo, tienen un programa de televisión, hacen fiestas de lanzamiento para cada edición. Y el próximo proyecto: montar quioscos de revistas curados y diseñados por Monocle.

Uno podría hacer una antología de frases arrogantes de Brûlé, como «no hay página de la revista que se vaya sin mi aprobación» o «con Wallpaper* yo cambié algo en el mercado de las publicaciones».

Hace poco, una periodista de Wired me dijo que los de Monocle ven el mundo con indiferencia, como si estuvieran por encima de las noticias. «Ellos se creen mejores que el resto», me dijo. Y es cierto. Pero ¿acaso eso tiene algo de malo?

Monocle ve el mundo desde un palco presidencial; Mimosa en mano. Y lo hace de frente. Uno la lee, y siente que el mundo no está tan mal como lo pintan. La gente que la lee, gente exclusiva y erudita, sale de su apartamento en Mónaco en un Volvo; ya tiene la maleta chequeda en el aeropuerto y pasa de inmediato a una sala VIP, para esperar su vuelo directo y en primera clase a Hong Kong, donde se quedará en los hoteles más sofisticados e irá a los mejores restaurantes, cuyos dueños conoce. Gente así existe, sin duda, y para ellos está Monocle.

Imágenes cortesía de Monocle

Publicado en Revista Exclama en octubre de 2011.

Written by pardodaniel

octubre 28, 2011 at 2:32 pm

Mejor bueno por conocer que cualquiera conocido

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A todas las personas que les mostré el lineup del Great Escape Festival les pareció una desventaja no conocer a ninguna de las bandas. En términos literales, ni el más juicioso de los melómanos en Colombia conocería al menos el uno por cierto de las trescientas bandas que se presentaron en este festival. Y eso, después de una primera mirada, de una mirada colombiana que prefiere a un malo conocido que a un bueno por conocer, era una desventaja: al fin y al cabo, ¿quién quiere ver una banda que no conoce? Pero resultó que no conocer a ninguno de los grupos fue, precisamente, la ventaja.

Permítame, señor lector, empezar de nuevo: el mundo es un lugar monótono, injusto, miserable. Eso nadie lo puede negar. Uno empieza la semana, metido en este lunes grisáceo por el que la gente divaga con la cara hacia el piso, y mira el iPod, mira iTunes, mira Last.fm. Y se encuentra con lo mismo de todos los días: un grupo ya conocido, un sonido fuera de contexto que recomienda la emisora, un trancón depresor. Y sigue la vida, afligido, porque no tiene otra salida.


El Great Escape Festival, en Brighton, fue para mí una salida: una prueba de que no todo en este mundo me aburre. Sí, es una experiencia personal: a mí todo me aburre y tal vez a usted no. Pero, en cualquier caso, este festival no aburre ni a Adolfo Zableh. Porque cada detalle está bien puesto: porque está perfectamente curado y todos los grupos argumentan su presencia. Hace mucho tiempo que no me gustaba tanto un evento: no le veo nada de malo, ni una espinita, a este festival que desde hace seis años da a conocer nuevos grupos. Ahora bien: la idea no es novedosa: desde 1987 se realiza en Texas el South By Southwest, un festival de cine, música e ideas exclusivamente nuevas.

Dicen, pues, que el Great Escape es la respuesta británica al SXSW. Y qué respuesta. Brighton, casa del festival hace dos años, es una de las pocas ciudades alegres de este lánguido país: está el mar, está el parque de diversiones en el muelle, está la playa de piedritas que no ensucia, están las calles angostas, están los jardines en cada esquina. No hay manera de que Brighton en primavera no le mejore el genio al alicaído.

Y más si lo recibe con buena música. Con dificultad le podría hacer entender al lector la satisfacción que genera ver tanto talento en dos días. Permítame no tratar, por favor. Porque, primero, esto no es lo mismo que ir a Glastonbury y ver a los Cold Plays y a los Radioheads. Esto es, más bien, como encontrar un diminuto restaurante escondido en una calle desapercibida donde sirven la que para uno es la mejor comida del mundo. Es como encontrar, por fin, a su escritor favorito y no quererle decir a nadie. Se siente puro, genuino y los músicos son de carne y hueso. Es como cuando uno, precisamente, encuentra una canción nueva que no puede ni quiere dejar de oír.

Así estoy yo en este momento, después de haberme bajado toda la música que vi en el Great Escape: no puedo para de oírlos un minuto, y ni siquiera me importa quemarlos o dárselos a conocer al lector. Así que aquí vamos: está, por ejemplo, Yaaks, un grupo de hipsters traídos del sureste de Inglaterra que tocan clásico indie derivado de Francis Ferdinand con la clásica energía de este siglo.

Está, también, We were evergreen, tres parisinos de no más de 25 años que –con una guitarra, un cuatro, y la marimba de Fabianne, una de esas francesas flacas, idílicas, sencillas, pelinegras– le alegran el día a cualquier amargado.

Después de que me negaran la entrada al evento principal de ese día –con Friendly Fires en el escenario, entre otros– entré por accidente a uno más de los veintiún recintos musicales. Vestida con un gabán negro de metalero, saco de capucha gris y sudadera de niño, la poetiza Kate Tempest –de veinticuatro años pero con cara de quinceañera– tenía a unas doscientas personas con la boca abierta a punta de los versos que rapeaba a capella. No tengo nada más que decir sobre ella y su grupo, que lanzarán un disco el próximo mes: véalos, y entenderá por qué es mejor dejarlo sin adjetivos calificativos.

Acto seguido, entré a una iglesia de pequeña escala, donde el señor James Vincent McMorrow y su guitarra y su voz traída de no sé dónde mantuvieron por al menos una hora a ciento cincuenta personas en perfecto silencio. A él y a sus sencillísimas composiciones también los vi también al pie del mar. Se reivindica en el mundo el género patentado por Bob Dylan: un tipo humilde y tímido que deleita al mundo con su voz y su guitarra.

Después fue el grupo Villagers, otros jóvenes que hacen música para adultos en la línea de la banda sonora de Into de Wild. El disco de Villagers, Becoming a Jackal, grabado en el norte de Irlanda, es el que no puedo parar de oír, porque, por un lado, me identifico con el tono y las letras, y porque, por el otro, me hace pensar que la música irracional y estrafalaria –llámele Drum and Bass, llámale Lady Gaga– no es lo único que nos ofrece la industria de la música hoy en día.

Permítame, amable lector, volver a empezar: el mundo de hoy es como un calentado mal hecho: abigarrado, maloliente, sin sal. El Internet batió a la tierra como si fuera un jugo de naranja reposado: lo revolvió, lo abigarró. Y también lo hizo con la música, cosa que en este festival se notó a leguas: no hay grupo de los invitados que no tenga una estrategia de internet concreta y pensada según su público, sea para regalar o para vender su música. Encima de los 300 conciertos, el Great Escape le pone a uno más de cincuenta conferencias con expertos en tecnología y en el negocio de la música. Hoy la música, así suene desafortunado, viene con una avalancha de eventos que están en la red, y cualquier que quiera ser músico lo tiene que saber y entender. Y de ahí la pertinencia de las conferencias.

Tanto cambió el internet a esta industria, que los rockstars de hoy son adolescentes que a duras penas saben cantar, como la señora Gaga y el niño Bieber. Si fuera en el mundo de hace treinta años, ninguno de ellos habría alzando semejante fama que tienen. Así que, por favor, permítanme dejarles una conclusión a los que están en el plan de ser rockstars: o son Justin Bieber, o son Conor J. O Brien, el tímido, enano, humilde y tranquilo líder de Villagers, el grupo que, como decía, no puedo para de oír. Ustedes verán.

Fotografía por: Juan Daniel Taboada

Publicado en Revista Exclama.

El conquistador

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De Suiza viene un barco cargado de una cámara, medias de rombos, un libro de colección y un triunfante blog llamado FaceHunter. Y fue Exclama la compañía importadora. Yvan Rodic tiene el trabajo más divertido del mundo, y acá estuvo en Bogotá haciéndolo. Esto, una entrevista con el empleado del mes de la Revista Exclama.

Yvan Rodic es catador de mojitos. A donde va, pide uno. No le gustan tan dulces ni con tanta hierbabuena. Siempre pregunta con qué ron lo hacen. Y el que más le gustó fue el de Havana, el épico bar en el barrio Getsemaní, en Cartagena, que de hecho fue su rumbeadero favorito en Colombia. Y eso que rumbeó. Y bastante. Otro de los grandes mojitos que se tomó en Colombia, un país que de hecho lo insita a tomar mojito, dice, fue el de Harry’s bar, en Bogotá, lugar donde nos conocimos.

Rodic hace una mueca distinta en cada pregunta. Tuerce los ojos, arquea los labios, se ríe de sí mismo. Porque se cuida mucho de sonar arrogante; porque no se considera sabio. Tiene 33 años. Sabe que tuvo suerte y a veces incluso no entiende de dónde acá resultó tan importante: de dónde acá lo invitan a medio mundo para que cuente un cuento, para él, obvio. Se sabe su carreta, que cuenta con sus alargadas manos quietas sobre las piernas, y cuando uno le pide que se salga del hilo, con preguntas sobre política o cine, las mueve. Siempre cruza la pierna y mueve el pie como siguiendo el ritmo de una canción.

Su pinta la tiene clara, al mejor estilo de Bart Simpson, que tiene una muda igual para todos los día. La de Rodic, algo más sofisticada, consta de un pantalón de dril entubado que no solo le queda corto sino que arremanga al menos un doblez. Eso, con el objetivo de que se le vean las medias, porque todo está en las medias: largas, de colores llamativos y material que demuestra buena marca. Los zapatos son de cuero marrón, duro, de esos delgados que pueden tener encajes o huequitos. Y son de amarrar, con cordón delgadito redondo. La camisa, que se abotona siempre desde el primer botón, ese que nadie se abotona, es de cuello corto y de mangas tres cuartos, de material de algodón, delgada, y color azul claro o morada. Encima siempre va un blazer, talla small, negro o azul oscuro de manga corta, otra vez, en material de pana o gamuza. Tiene un peinado clásico: largo arriba y corto a los lados. Se afeita los pelos de abajo en la parte de atrás en la cabeza. Su piel es de escandinavo, blanca y lisa, y no es tan flaco como parece.

Le segunda vez que vi a Yvan fue en la Tadeo, donde daba una concurrida conferencia. Después caminamos por el centro, comimos tamal y tomamos chocolate. Era frustrante caminar con él por la Candelaria, porque siempre se quedaba mirándolo todo y tomando fotos. Fue como ir a un zoológico con un niño. La tercera fue en la exposición que hizo en la Galería El Cuadrado, el mismo día que fuimos a Armando Records, donde se perdió con unos bogotanos mejor vestidos que yo. Después lo volví a ver en el hotel que se quedó, el Grand House Hotel, donde tenía un cuarto en un altillo con una terraza enorme. Ahí, muertos del frío en la terraza, hicimos la entrevista que sigue.

Empecemos con una pequeña autobiografía de Yvan Rodic.

Nací en una pequeña ciudad en la Suiza francesa llamada Vevey. Allá hice el colegio y en Ginebra, una ciudad más grande pero casi igual de provinciana, estudié publicidad en una universidad especializada en comunicaciones. Era una vida tranquila, muy distinta a la que llevo ahora. Hacía mucho ejercicio: una vez corrí cien kilómetros en cinco días sin un centavo, viviendo de la caridad que la gente en el camino me propiciaba. Cuando me gradué, buscando algo más de movimiento, me fui para Paris, donde conseguí un trabajo como copy writer en Leo Burnett y después en Saatchi. Ese fue el giro, porque empezó un contacto más cercano con el mundo de la moda y de los medios. En esas me dio por hacer retratos de la gente y colgarlos en Internet. Después me pareció más original enfocarme en su ropa y su estilo, y en poco tiempo, en un abrir y cerrar de ojos, el mundo FaceHunter ya estaba andando.

Usted es uno de los pioneros del Streestyle bloggig, pero, al mismo tiempo, en el 2006, salieron muchas otras manifestaciones de lo mismo, como The Sartorialist o Jack & Jil. ¿Qué lo hizo –y qué lo hace– a usted diferente a todos ellos?

Yo no creo haberme inventado nada nuevo. Tuve mucha suerte y una idea original en un momento adecuado. Es verdad que al tiempo que yo salieron muchas cosas parecidas a lo mío. No obstante, yo siento que ellos, y sobre todo Sartorialist, se enfocan más en la gente evidentemente estilosa. Gente que, a pesar de ser retratada en la calle, viene de las pasarelas y de las casas de diseño. Lo mío es un poco menos elitista.

¿Usted produce las fotos?

Pues ese puede ser un ejemplo que me diferencia con otros streetstyle bloggers. No es que yo produzca las fotos, porque las tomo sin luces o maquillaje y consigo a la gente en la calle, caminando como cualquier citadino. Además, tomo las fotos con una camarita Canon que ni cambia de lente y tengo hace años. Fuera de eso, muy ocasionalmente retoco una foto. Lo que yo hago de diferente a los otros bloggers, lo que me puede hacer ver como un fotógrafo más ‘productor’, es que entablo una relación con el personaje: lo llevo a un sitio donde su estilo esté en contexto, le explico con detalles qué es lo que yo hago. FaceHunter, me parece, es más personal, menos instantáneo, tal vez menos espontáneo. Aunque igual de callejero.

¿Y sólo con esto le dio para llegar a donde está? Es decir, ¿cuál fue la fórmula?

Yo hice algo que todo blogger, si quiere vivir de eso, tiene que hacer, y es convertir una idea en una marca y de ahí en una institución. Ya sabiendo que la fórmula había resultado exitosa, hice un programa de televisión por internet, armé otro blog, publiqué un libro y expuse en galerías. La fórmula es creer en lo que uno hace, ser juicioso en promoverlo por redes sociales y de ahí pasarlo a la mayor cantidad de medios posibles.

¿Fue un accidente?

Puede verse de esa manera, porque yo antes de esto no era la persona más fanática a la moda. Era un publicista, con su estilo, que no estaba fervientemente preocupado por la pinta. Pero se me ocurrió una idea innovadora y digamos que, desde ahí, sí fue un accidente que yo terminara el noventa por ciento de mi tiempo viajando, entre semanas de la moda, exhibiciones e invitaciones. Pero, como decía, mi énfasis no está en la pasarela ni en el diseñador: está en la gente y en la manera como logran articular una serie de colores y prendas.

¿Cree que su experiencia es un ejemplo del mundo en el que vivimos?

En eso está el núcleo de mi pensamiento. Vivimos en un mundo que, más que estandarizado, es infinitamente diverso. Las identidades son mucho menos homogéneas y estáticas. La moda antes era de unos pocos, de una elite. Ahora la gente del común está cogiendo pedazos de diferentes tendencias del mundo y aplicándolos a su propia forma, a su propio estilo. Por eso yo pude hacer de las calles del mundo una pasarela: porque hacemos parte de la Nueva Cultura Creole, de una generación donde la gente, cualquiera que sea, recoge sus influencias de diferentes partes y tendencias a su gusto y según su propia interpretación.

¿Cuáles son sus influencias en arte o en moda?

Me identifico mucho con la fotografía holandesa contemporánea. Es simple, sencilla y bonita. Ni la luz, ni el retoque, ni el maquillaje tienen protagonismo. Es la persona y sus facciones las que resaltan a la vista del espectador. Por eso siempre he sido amigo del arte contemporáneo, en el sentido en que es más crudo y más humano. Ahora, del arte contemporáneo me gustan muchas cosas, pero, habiendo estado inmerso en ese mundo, me he dado cuenta que hay un elitismo que no permite al artista salir a la calle y crear. En general, me gusta el minimalismo, algo así como Michel Gondry en cine. Pero en realidad cada vez estoy más escéptico con las tendencias con nombre propio. Como decía, yo creo en identidades más complejas y eclécticas a las que ordinariamente nos referimos.

Si el arte está en una burbuja, la moda también. ¿No?

Definitivamente. Y es que, a pesar de que yo me la paso en semanas de la moda alrededor del mundo, son muy pocos los lanzamientos a los que voy y las fiestas a las que me invitan. Yo voy a esas ciudades a respirar el aire de moda que se siente en la calle, donde la gente del común ha sacado la mejor pinta del año solo porque en esos días se está llevado a cabo la Semana de la Moda.

¿Cómo le fue en Colombia?

En total, estuve dos semanas en Colombia, tanto en Bogotá como en Cartagena. Le verdad, sentí que en cada una de las ciudades hay un mundo distinto, una cultura completamente diferente. Bogotá es una ciudad cosmopolita, donde la gente es amable pero no intrusa. En Cartagena te tratan o muy bien o muy mal y la cultura ciudadana es menos globalizada, en el sentido europeo de la palabra. Bogotá me acordó a Argentina y Cartagena a Brasil. De comida y fiesta, todo me pareció muy parecido a lo que hay en Europa y demás, aunque comí tamal y tomé chocolate; casi no entiendo la costumbre de meter el queso para que se derrita dentro de la bebida caliente.

¿Tomó fotos en Colombia? ¿FaceHuntió?

Sí, y mucho. Me sorprendió que la gente en Colombia me conociera tanto. Nunca en ningún país había tenido tanta disposición y una agenda tan ajetreada. La moda en Colombia no es extraordinaria ni llama mucho la atención. Fue de hecho muy exigente tomar fotos acá, porque, si bien se encuentra una que otra niña con un estilo atractivo, tampoco es que veas gente que va a cambiar la historia de la moda. Pero me gustó: la gente es querida y colaboradora.

Publicado en Revista Exclama en noviembre de 2010.

Written by pardodaniel

noviembre 2, 2010 at 8:07 pm

Publicado en Revista Exclama

El rockstar nerd

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En marzo pasado, The Whitest Boy Alive estaba dando un concierto en el Velvet Nightclub de Ciudad de México. Durante una de las últimas canciones, el cantante, Erlend Øye, se subió a uno de los palcos del recinto. La gente lo acariciaba, le tomaba fotos, lo ovacionaba. Tan cerca estaba de los espectadores, que uno de ellos le quitó las gafas y las empezó a rotar por el público. A Erlend Øye, uno de los músicos más respetados de la actualidad, le estaban haciendo boleo en Ciudad de México. La gente gritaba “¡lentes, lentes!”, como si fuera un juego. Y Øye, ofuscado, paró el concierto; pidió que le devolvieran las gafas y, al ver que nadie se las quiso devolver, terminó el espectáculo sin haber acabado la canción.

No es que Erlend Øye tenga pinta de nerd. Es que es uno. Sus gafas, su camisa setentera metida en el pantalón de pliegues, sus tirantas: todo lleva a que la forma más precisa de describirlo sea por medio de Poindexter, el sobrino de El Profesor en la famosa serie Felix el Gato. Pero la nerdeidad de Øye no se queda ahí, porque desde que salió de su natal Bergen, la segunda ciudad más grande Noruega, lleva trabajando sin parar en actualizar el legado Simon & Garfunkel. Con juicio y con éxito.

De 20 años, en el 95, Øye formó su primera banda en esa capital cultural del país escandinavo, una ciudad incrustada en el mar rodeada por montañas verdes amarillentas. Se llamó Skog, sacaron un disco, hicieron un cover de Joy Division y en ella Øye tocó el bajo. De Skog también hizo parte Eirik Glambek Bøe, el psicólogo con el que Øye creó Kings of Convenince en el 98, justo después haberse mudado juntos a Londres. Se conocieron en un concurso de geografía cuando ambos tenían 10 años, y desde ese entonces se dedicaron a juntar sus llevaderas voces, sus despejadas letras y sus simples guitarras.

Quiet is the New Loud fue el primer disco de Kings of Convenience, una muestra armoniosa de que la música contemporánea puede ser sencilla y calmada. En medio de la ola indie y del auge monopolista de la música electrónica, salió este disco que recordaba los mejores años de Belle and Sebastian, un grupo que, en los noventa, a punta de guitarra y voz, sonó por medio continente como si fuera el himno de la Unión Europea. Basta con reflexionar sobre el nombre del disco –Silencioso es el nuevo ruido– para entender que, en pleno 2001, lo simple, lo delicado, lo orgánico era más revolucionario que cualquier otra cosa. Y de ahí el éxito. El dueto después sacó Versus, una serie de remixes del disco anterior con la que incursionaron por primera vez en el ámbito electrónico. Entre los artistas invitados al proyecto estuvo Rökysopp, otro dueto noruego –éste de la ciudad de Tromsø– que llegó a los primeros puestos de las lista con la canción “Poor Leno”, un clásico cuya voz –esa que suena inofensiva, melancólica y alegre a la vez– fue precisamente la del señor Øye.

A pesar de que Versus fue el fin de la primera vida de Kings of Convenience, Øye siguió en esa misma línea de hacer música electrónica para nerds. Y por eso hizo un disco como solista que, si bien está producido por gente y estudios distintos en cada canción, logró una consistencia interesante en el tono y la calidad. Se llamó Unrest, cada una de sus canciones fue grabada en una ciudad diferente y demostró que eso de mezclarlo todo con todo pueden funcionar. Si es bien producido. Un año después Øye sacó DJ Kicks, un accesible proyecto de remixes que rozaba el dance dentro del cual incluyó canciones como “Drop”, de Cornelius, “There Is a Light That Never Goes Out», de The Smiths y la siempre bienvenida «If I Ever Feel Better», de Phoenix.

Como decía, Øye es un workaholic. Ese mismo año, 2004, trajo a Kings of Convenience de vuelta a la vida con Riot on an Empty Street, un album que llevó al dueto a sus raíces folk y los estableció como una de las bandas más nombradas de la primera década del siglo XXI. Acá trabajaron con la encantadora Feist y alcanzaron números impresionantes en las listas británicas, sobre todo con “I’d Rather Dance with You”, una canción que sonó hasta el cansancio.

¿Qué hace la gente adicta al trabajo en sus ratos libres? Trabaja. No bastando con el éxito de Riot on an Empty Street, ese mismo año Øye se inventó –junto con pianista, un bajista y un baterista– The Whitest Boy Alive, otro pedazo de proyecto que ya lleva dos discos no solo buenos, sino relevantes. El primero, Dreams, del 2006, fue un escalón más estilizado de lo que Øye había hecho antes, con más arreglos, más instrumentos, más producción. Fue un retrato del mundo ultra-desarrollado del que viene: de chispas de invierno escandinavo, de limpieza natural y de riqueza económica. El segundo, Rules, del 2009, recibió muchas críticas, porque no tenía ni la fuerza del disco anterior ni el ímpetu de Kings of Convenience, que es folk moderno con carácter. Pero que Rules manifieste un sentimiento más melancólico que Dreams fue precisamente el objetivo de Øye, que esta vez invocó el aislamiento, la incomunicación y la imposibilidad del compromiso. Se fue de melancólico, y muchos lo celebramos.

Lo contrario irradió Øye con el último disco de Kings of Convenience, Declaration of Dependece, de 2009, otro proyecto que solo con su título se delata: es una bonita y descarada aserción de que todos estamos mejor juntos que separados. El disco es mañanero y le dio a la gente algo más que Jack Johnson para desayunar panqueques de banano.

Detrás del marco absurdo de las gafas de Erlend Øye existe una persona tímida, depresiva y humilde, mucho más rigurosa de lo que parece, que no está preocupada por revolucionar la historia de la música. Pero lo ha hecho. La historia de vida de Erlend Øye es una historia de la música contemporánea, porque más que vivir la vida, el noruego se ha dedicado a tocar, cantar y escribir música. Por eso puede ser etiquetado como un adicto al trabajo con pinta de nerd. Porque cuando se meten con sus gafas –cuando le ponen temas distintos al suyo, cuando le desacomodan su orden– se ofusca, apaga y se va.

Publicado en Revista Exclama en Julio de 2010

Written by pardodaniel

julio 18, 2010 at 10:46 pm

Publicado en Revista Exclama

Tres no son redundancia

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Las esquinas de Nueva York son, generalmente, de noventa grados. Como en Bogotá, por ejemplo, acá las manzanas son cuadriculadas. Sin embargo, como toda regla que tiene excepciones, en esta manzana sobresalen algunas esquinas de ángulos obtusos o agudos, y sobre todo de los últimos, dentro de los cuales está uno de los edificios más interesantes de la ciudad, el Flatiron Building, ese triángulo fino de 1902 que apunta al norte desde el Madison Square Park y solo con verlo uno se siente en una foto en blanco y negro tomada por Robert Doisneau en 1951.

En otra esquina aguda de la ciudad, ésta en SoHo, está La Esquina (y sí: vale la redundancia), un establecimiento mexicano cuya descripción tiene que ser separada en tres. Y hay que empezar por el principio.

Porque lo que en realidad queda en la esquina donde se asienta La Esquina (no se pierda: es simple redundancia) es una cafetería sin mesas, con una barra de no más de 10 metros de longitud, donde la gente almuerza tacos de cerdo, chiles rellenos y quesadilla de chorizo; por 6 dólares cada uno en promedio. Poco ordinario, y más bien extraordinario en su ordinariez, éste es un restaurante de combate que vale la pena conocer. Porque no sólo su precio es pertinente, y las mesas que sacan en días soleados apacibles. Sino que, además, es un recinto plagado de originalidad, de colores vivos, suelo adobado y butacas de cuero amarillo, en el que uno puede terminar comiendo parado y cuya forma, para seguir con la redundancia, también tiene forma de triángulo escaleno. La barra empieza en el ángulo opuesto al recto y de ahí el triángulo se va abriendo hasta crear la cocina en su parte más ancha, como si estuviéramos en esa escena de Alicia en el País de las Maravillas donde un cuarto se va achicando hasta convertirse en una puerta diminuta.

La barra que da hacia fuera (donde uno compra para llevar, y tal vez comerse la tostada de cangrejo en la plaza que da al frente, la Plaza Cleveland) está decorada con una vitrina de Jarritos, Chaparritos y Boing, todos refrescos mexicanos de guayaba o tamarindo que desde los 70 no han cambiado su estética y dan una sensación de estar en una tienda perdida en el Desierto Chihuahuense con una sed desalmada.

La segunda clase hacia arriba —la clase media, podríamos decir—, es un café que sirve la misma comida por un precio más alto en mesas más cómodas y con una decoración más elaborada, si bien no necesariamente más sugestiva. La gran diferencia, de hecho, es un pargo rojo frito que vale 15 dólares. El café queda, como es predecible, a la vuelta de la esquina. Lo abrieron un año después de la inesperadamente exitosa inauguración de La Esquina con el mismo nombre, y ha logrado mantenerse desde entonces, 2007, en los recomendados de la guía Zagat con más de 26 puntos. Todo un logro.

La tercera clase (que paradójicamente va para abajo, porque queda en el sótano) es uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. Hay que reservar con un mes de anticipación, duele en el bolsillo y no aguantan tenis o shorts. Pero también vale la pena, sobre todo después de las 11, cuando el restaurante se vuelve bar y, con suerte, discoteca. Ésta es, entonces, la clase noble y extravagante de una pirámide social que empieza muy mexicana y termina más bien neoyorkina, con sus reservaciones imposibles y sus bouncers insoportables. La puerta, a propósito, queda dentro de la cafetería y anuncia “Solo empleados”.

El éxito de ésta sociedad tripartita fue un accidente. O, mejor, como diría un genio de los mexicanos, ‘fue sin querer queriendo’. En efecto, la estrategia publicitaria de Serge Becker cuando abrió el sitio era no hacerla, y, más bien, dejar que los clientes fieles vinieran en paz. “No queríamos convertirnos en un sitio exclusivista típico del Meatpacking District”, dijo Serge, dueño también de M.K., Bowery Bar y Joe’s Pub, tres de los bares más importantes de la ciudad. Parece que le salió el tiro por la culata, porque es difícil no ver este sitio a punto de reventarse.

Es hora de reivindicar la redundancia. De celebrar lo pretencioso. Sin arrogancia. Con argumentos. De eso estamos siendo protagonistas en La Esquina, una cafetería que a punta de tacos con doble tortilla se expandió primero a café de clase media y después a restaurante de actores y modelos. Que siga siendo redundante.

* Publicado en Revista Exclama.

Written by pardodaniel

noviembre 18, 2009 at 9:50 pm

Qué basura

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Virginia A. McHugh nació en marzo de 1929 en Bogota (prenúnciese bogóura), un suburbio de New Jersey de nueve mil habitantes que debe su nombre a la familia Bogert, una de las primeras en poblar el sector a finales del siglo XIX. Allí Virginia fue a la universidad, se casó con un farmacéutico, y dedicó el resto de su vida a criar a sus 4 hijos y a viajar regularmente con su marido, John M. McHugh. Poco después de haberse casado, en el 53, John le regaló a Virgina una valija de cuero rojo marca Samsonite que hoy está a la venta por 49 dólares en Junk, una tienda de artefactos de segunda mano que más que un mercado de pulgas, una bodega o un depósito, es un sitio de culto, un homenaje a las cosas que ya no sirven, un museo de la basura.

Ver a un indigente dormido en una silla reclinomática en buen estado en la mitad de la calle no es un evento extraordinario en Nueva York. Al contrario: ver a la gente botar las cosas que ya no usa sin importar el estado en que estén es sorprendentemente normal. Ver, entonces, una estantería en perfecto estado el frente de un edificio no es solo una anomalía. Es una oportunidad.

Mucha gente se aprovecha de que la gente bota las cosas y arma su casa a punta de recoger lámparas, colchones, comedores y cuadros de un paisaje impresionista con un graffiti encima que dice “Out of Order”. Pero nadie, hasta ahora, hasta que Ellen Baranoff lo dio por armar Junk, había consolidado una tienda de baratijas y rarezas que, por insólitas, pierden practicidad y ganan sensibilidad. Esto es, de nuevo, una exhibición de basura.

“La basura de un hombre es el tesoro de otro hombre. Pero la basura de Nueva York, bueno, eso es arte”, dice el slogan de NYC Garbage, la compañía de Justin Gignac, un artista que en el 2001 empezó a enfrascar negativos, pedazos de cinta, cuerdas, escarapelas y platos usados en unos cubos de plástico transparente que hoy están en muchos de los escritorios de la oficinas más pijas del West Village. La basura y Nueva York son como hermanos, sobre todo si pensamos que en el 2001 cerraron el basurero más grande del mundo en Staten Island, el Fresh Kills Landfill, por falta de medidas preventivas. La basura en Nueva York sirve y es bella.

Y por eso Junk es un sitio excepcional. Porque así Baranoff, de 68 años, parezca restarle relevancia a su establecimiento, el trabajo que hizo en los últimos 25 años, recopilando este mar de artilugios aparentemente inútiles, es increíble. Dice ella que la manera como lo hizo es un secreto, que la tienda que cerró hace 4 años para abrir esta era más pequeña, y que su objetivo en la vida no es ser famosa. Pero es evidente que la recolección es producto de mucho caminar y recoger alrededor de Nueva York. Ellen es, en otras palabras, una recicladora con clase.

De ahí que en Junk, una tienda de al menos una hectárea de grande, se encuentre lo inimaginable en grandes cantidades. Es decir, un retrato gigante del 53 con un señor de bigote en un marco de carey (49 dólares); un plato enorme lleno de botones ($0.75 centavos c/u); un acetato del primer disco de The Velvet Underground, The Velvet Underground & Nico ($23); un VHS de aeróbicos con Cindy Crawford ($1); un muñeco de Tasmania ($0.75); un tenedor de plata ($2); un butaco forrado en charol plateado con escarcha ($40); una lámpara en forma de elefante ($50); una maleta de cuero violeta marca Lady Baltimore ($25); una máquina de escribir de 1954 marca Olivetti Underworld ($56); una edición del 38 de la enciclopedia de química del Smithsonian ($125); una televisión del 57 marca Admiral ($60); un cuadro de la cerveza Blue Ribbon con luz de neón incorporada ($90).

La mayoría de los comentarios que se encuentran en Internet sobre Junk critican sus altos precios. “Me estafaron y la dueña es una perra; me cobró 40 dólares por una mesa noche de juguete que no tenía una pata”, dice Christipher D, de Long Island City. ¿Acaso la basura tiene precio? Virginia A. McHugh, hoy una anciana de 80 años que pasa sus días, todavía en Bogota, entre la iglesia y unas terapias para su cadera artificial, piensa que 50 dólares es un regalo para lo que significa esa maleta roja Samsonite que le regaló su esposo John hace 56 años. Le pregunté si quería que comprara la maleta y se la llevara, pero ella no quiere que la maleta se muera con ella dentro de 10 años. Prefiere, más bien, que “un joven de Williamsburg la use para llevar sus utensilios para pintar”. “La basura —dice— es el símbolo que nos identifica como seres humanos”.

* Publicado en Revista Exclama


Written by pardodaniel

octubre 28, 2009 at 9:53 pm