Daniel Pardo's Blog

Un reguero de letras, por Daniel Pardo

Archive for agosto 2009

El niño

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El 15 de octubre, Francisco Hernández, un niño de 13 años que vive y estudia en Brooklyn, no hizo la tarea. Después lo regañaron y lo castigaron. Cuando habló con su mamá para contarle que lo habían castigado en el colegio y que por eso se tenía quedar por la tarde, ella reaccionó violentamente y le dio que cuando volviera a casa iba a hablar con él seriamente. Al salir, Hernández no quiso irse para la casa, y, como remplazo, se quedó en una estación de metro, donde estuvo refugiado por 11 días. “No quería que nadie más me gritara”, le dijo a The New York Times.

Hijo de inmigrantes mexicanos, Hernández estuvo los 11 días saltando de estación en estación, tratando de buscar el mejor sitio para dormir y esconderse de la incesante búsqueda de sus padres, el consulado mexicano y la policía de la ciudad. Desde que un policía lo encontró por allá en una estación en Coney Island, nadie ha podido explicar cómo un niño puede lograr vivir 11 días en las estaciones del metro de la ciudad, todas no solo dotadas de cámaras, sino permanentemente recurridas por millones de transeúntes. Irónicamente, uno podría decir, el niño tenía una ventaja para esconderse: sufre de autismo.

La odisea, le contó Francisco al Times, fue siempre entre las líneas D, F y 1. Se montaba en un tren hasta que terminaba el recorrido, después se montaba en otro a hacer lo mismo y así, alimentándose de lo que venden en las tiendas de periódicos del metro –paquetes, dulces y líquidos–, pasaba el día entero. El único trayecto que hacía con un propósito concreto era a la estación Stillwater Avenue, donde hay baños. “Hubo un momento en el que dejé de sentir cosas”, dijo Hernandez, quien hoy en día no recuerda bien, o no quiere contar, los detalles de su experiencia.

A pesar de que sus padres regaron afiches en búsqueda de Francisco, él nunca los vio. Porque, como no sabía si era de día o de noche, perdió el sentido del tiempo. También dijo que estaba preparado para quedarse ahí para siempre y que durante todo ese tiempo no tuvo la necesidad de hablar con nadie. “La gente en el metro –dijo– no tiene nada que ver con lo que ahí está pasando; a mí nunca nadie me preguntó nada; a la gente no le importa lo que pasa en el mundo y con las personas”.

Y tiene razón: el metro es un mundo que uno usa pero del que no sabe nada. Y la única forma de saberlo, es viviéndolo, tal como hizo Francisco Hernández, el niño que vivió 11 días con las ratas, los borrachos y los indigentes del sistema de metro más grande del mundo.

Written by pardodaniel

agosto 26, 2009 at 9:51 pm

Caballero imprudente

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El comediante Ricky Gervais

“Evite emplear gente sin suerte y siempre bote la mitad de las hojas de vida que recibe”, dice David Brent, jefe de la oficina recreada en The Office interpretado por Ricky Gervais.

Es difícil encontrar a alguien que se queje de The Office por una sencilla razón: es perfecta. ¿Por qué? Porque es una serie en un formato atípico que captura, con una eficiencia y claridad extraordinarias, los detalles patéticos de la rutina y la manera aburrida como funciona el mundo ejecutivo hoy en día. La versión gringa, televisada por la NBC en EEUU y por el Canal FX en Colombia, estrena su quinta temporada el 17 de septiembre y es protagonizada por el hilarante Steve Carell, estrella de la ya clásica Virgen a los 40. La versión original, la británica, se proyectó del 2001 al 2003 por la BBC, y fue el gatillo que dio a conocer a un genio, Ricky Gervais. El hombre ha llevado la serie a Brasil, Francia, Canadá y ahora, el próximo 2 de octubre, debuta como director de cine con La Invención de Mentir, comedia que produjo, dirigió, escribió y protagonizará.

De hecho, todo lo que protagoniza viene de su auténtica pluma, que comparte Stephen Merchant. Del ingenio de ambos también han salido Extras —un sitcom sobre un extra que colabora en películas con grandes estrellas—, The Ricky Gervais Show —un stand-up show en formato de podcast que ha sido bajado más de 8 millones de veces— y actualmente están filmando Cementery Junction —una comedia de tres amigos trabajando para una aseguradora en los años 70—. Y no bastando con eso, Gervais ha escrito tres libros y en los 80 tuvo un grupo de pop, Seona Dancing, con el no alcanzó el top 40 de sencillos en Inglaterra pero con el que, insólitamente, obtuvo gran acogida en Filipinas. En el 2002, fue boxeador por una noche.

Gervais empezó a estudiar biología y se cambió a filosofía en la Universidad de Londres, donde conoció a su esposa, la escritora Jane Fallon. Según le dijo su madre al Independent, Gervais nació por accidente, a lo que él respondió, “no solo eso; mi papá estaba borracho cuando llenó el registro de nacimiento, y de ahí la absurda ortografía de mi segundo nombre, Dene”. De ella, que se casó con un obrero canadiense recién llegado de la Segunda Guerra, Gervais heredó el humor de la clase trabajadora inglesa: un sarcasmo extremista que no mide las palabras. Por las mañanas, ella le preguntaba, “¿por qué te levantaste tan temprano? Te cagaste en la cama, ¿verdad?”, y cuando sacaba buenas notas en el colegio, le decía, “pero, ¿cómo? Si eres tan inútil como un tipo sin pierna en una pelea de culos”.

Gervais ha dicho que el hambre en África podría ser saciada si la gente se mudara más cerca del agua; que los inválidos son perezosos; se ha burlado de la parálisis de Stephen Hawking y durante la celebración del décimo aniversario de la muerte de la princesa Diana bromeó con la estatura y el peso de Elton John. La mayoría de gente lo entiende, pero no han faltado los que lo tachan de vulgar, a lo que Gervais le dijo a The Guardian, “me gusta la idea de que la gente crea que yo odio a Stephen Hawking”.  También han dicho que está obsesionado con su fama y el ventrílocuo Keith Harris rehusó a actuar en Extras porque “Gervais es un racista intolerante”.

Entonces, ¿cómo logró un inglés de la clase trabajadora que le tiene miedo a la arañas y llora cuando oye una sinfonía del compositor Ralph Vaughan Williams expandir The Office en tan solo 5 años? ¿De cuándo a acá viene un comediante inglés a América y logra hacerse entender? Gervais logró que el gringo promedio aprendiera a reírse de sí mismo. Sin vacilar, se burla de que los gringos no entienden inglés y que solo piensan en tener una dentadura de piano. Lo que es un hecho, es que a los americanos les cuesta el humor británico. Y sin embargo, Gervais ya es un peso pesado en Holywood. ¿Cómo lo hizo? Tal vez la respuesta sea que el éxito de Gervais llegó después de haber cumplido 40 años. A pesar de que en la mayoría de sus entrevistas se vende como una persona insegura y tímida, su humor es sólido y decidido.

“Uno tiene que aceptar que a veces es la paloma y a veces la estatua”, remata David Brent.

Publicado en Lecturas Dominicales de El Tiempo en agosto de 2010

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agosto 20, 2009 at 3:36 pm

Los absurdistas

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El editorial que inauguró el célebre canal de Monty Python en YouTube en octubre del 2008 abría así:

Por 3 años, ustedes YouTuberos nos han estafado al tomar nuestros videos y publicarlos. Ahora las cosas cambian. Es hora de que tomemos las riendas del asunto. Sabemos quiénes son, dónde viven y podemos ir detrás suyo en formas demasiado horribles para mencionar. No más de esos videos de pobre calidad que ustedes publican. No queremos ninguno de sus comentarios inútiles, ni su plata. Queremos que vean los videos, de calidad, y compren nuestros DVDs, a ver si sanan el profundo disgusto que nos han causado.

De hecho, el fenómeno YouTube ha sido muy fructífero para Monty Python, el grupo de humoristas que precisamente renovó la comedia Británica a punta de cortometrajes de 10 minutos (llámense sketches) que articulaban la sátira sociocultural con un humor surrealista que rozaba lo absurdo. ¿Y qué es YouTube? La cultura del sketch llevada a su máxima expresión. La expresión universal.

El 5 de octubre de 1969 fue el primer capítulo de Monthy Python’s Flying Circus, el sketchshow más importante en la historia de la comedia Británica (y no: la generalización no es arbitraria). Duró cuatro temporadas, 45 capítulos, hasta que una paranoia de bloqueo creativo y varias discusiones los hizo separase en el 74, año en que el show, de la BBC, se empezó a mostrar en Estados Unidos por la PBS. Pero la separación fue relativa, porque desde entonces —juntos, mezclados y separados— Monty Python ha hecho 5 películas, 18 discos de audio, 6 libros y 3 obras de teatro, incluido el exitoso musical de Broadway ganador de tres premios Tony dirigido por Mike Nichols en el 2005: Monty Python’s Spamalot. Biografías o estudios sobre el grupo, se encuentran más de 90 en la biblioteca pública de Nueva York, ciudad donde John Cleese y Terry Gilliam, dos de los líderes, se conocieron en el 65, y ciudad a donde regresaron esta semana para lanzar un documental autobiográfico (Monty Python: casi la verdad) y para recibir, por segunda vez, el BAFTA de la Academia Británica de Cine y Televisión, “un tributo necesario a tan singular y apreciada institución británica», según David Parfitt, director de la Academia.

Ahora, ¿por qué tanta alharaca? Bueno, porque, como dijo con ironía Cleese a propósito del premio, “parece ser que estas baratijas de cortos tuvieron algo de relevancia”. Sí que la tuvieron. Monty Python se inventó e internacionalizó la marca de la comedia disparatada, con la que fundaron instituciones legendarias como el Ministerio del Caminado Ridículo, una organización gubernamental cuya función era patentar caminados drásticamente excéntricos, o La Clínica de la Discusión, un hospital al que uno iba a tener un altercado verbal por 6 Libras. Se ha dicho que es humor de pregrado, pero es mero sadismo británico, encargado de hacer sentir incómodos a los demás, de burlarse del defecto físico del otro, de satirizar los eventos serios, de orinarse en el pavo navideño, de comerse el control de la televisión para que la esposa no pueda ver novelas, de exagerarlo e ironizarlo todo. Los ingleses son, en esencia, una lacras. Y de ello (sí, una generalización) se sienten orgullosos.

Monty Python, no necesariamente burdo, fue la globalización del humor británico. Pensaban que el error de sus grandes influencias, Benny Hill o Spike Milligan, era darle sentido a los sketches entre sí, darle una línea al episodio completo. Con eso, la aproximación de los Python fue más arriesgada. Escribían todos, y el producto final, a punta Jack Daniel’s, era una mezcla libertaria de capítulos con un desorden coherente y de entradas sin introducción o créditos. Así empezaban y terminaban con, por ejemplo, una aparición descontextualizada de un caballero medieval pegándole a los empleados de una oficina con un martillo gigante tipo Chapulín Colorado.

A diferencia de Los Beatles, los Pythons no estaban escribiendo para la cultura popular. O pensaban que se quedarían en Inglaterra o simplemente no les importaba. Monty Python es auténtico humor insular. Sin embargo, los Pythons sí hicieron por la comedia en los 70 lo que los Beatles por el pop en los 60: universalizaron la cultura de un país que por esa época estaba enfrascado en el tradicionalismo de Margaret Tatcher y lidiando con un IRA empeñado en asaltar Londres con terrorismo.

Y podemos seguir con la analogía. Una mitad de John Lennon sería John Cleese, un líder natural, ágil y severo; la otra sería Graham Chapman, la figura siempre señalada (homosexual y alcohólico) que murió antes de tiempo. Eric Idle sería el Paul McCartney: el tierno con voz alta, gregario y con un instinto para disponer al público a amarlo con fidelidad. Y el George Harrison sería Terry Gilliam, director de Brazil y Miedo y Locura en Las Vegas, que en alguna oportunidad dijo, “Harrison siempre estuvo convencido de que Python mantuvo el espíritu de los Beatles. Nosotros empezamos en el año en que la banda se separó y es cierto que siempre hubo una transferencia espiritual”. El jueves, los Beatles de la comedia —seis, ellos— entraron al Ziegfeld Theater de Manhattan para ser, una vez más, ovacionados por el mundo.

Lo que usted necesita para realmente entender este artículo es un buen computador con banda ancha. En YouTube, métase al canal de Monty Python, e incursione en el Pytonismo (Pythonesque es el adjetivo en inglés). Después, apague el computador y abúrrase.

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agosto 18, 2009 at 9:46 pm

SoHo Vs. The New Yorker

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The Last Magazine Standing

El semanario The New Yorker —por arrogancia o por humildad— nunca ha publicado, en 90 años de historia, la bandera que usualmente publican los medios con los nombres de sus periodistas, fotógrafos, diseñadores y demás personajes que trabajan en la publicación. Pero como ésta es una ciudad con medios buenos, The New York Observer publicó hoy la lista de personal de The New Yorker. Y los resultados son aterradores. O, en mejores palabras, envidiables.

Mientras que las revistas se están deshaciendo en pedazos (con menos gente, menos escritores, menos historias, menos páginas, menos palabras), The New Yorker sigue viéndose exactamente igual a como se veía hace 5 años, cuando el Observer publicó su primera lista. La casa editorial de The New Yorker, CondéNast, el imperio de revistas más grande del mundo, ha botado 2.000 personas este año. Y The New Yorker, su joya, sigue intacta.

Acá los números:

Secretaria: 1
Editores: 31
Periodistas: 66
Arte: 43
Fotografía: 6
Corrección: 40
Críticos: 11
TOTAL: 198

Para tener punto de comparación, a pesar de que la primera es semanal y la segunda mensual, de que la primera es literaria y la segunda es mejor, miremos cuántas personas trabajan en SoHo, la revista que usted tanto lee y resulta ser la más leída de Colombia:

Secretaria: 1
Editores: 5
Periodistas: 4
Arte: 3
Fotografía: 7
Corrección: 2
TOTAL: 23

Written by pardodaniel

agosto 10, 2009 at 9:49 pm

Freak Show del demonio

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Si bien dice que empieza a las 3 de la tarde, a las 4 sale un señor que fácilmente podría ser Hunter S. Thompson: cachucha vieja de un equipo de béisbol, pantaloneta ancha hasta los tobillos, sandalias, camisa percudida, chaleco escocés y una piel aria y lisa. Calvo y ojos grandes y penetrantes. A pesar del largo cigarrillo en su boca, el señor habla con una autoridad pesada y una voz que aturde a media playa.

Porque estamos, Welcome, en Coney Island, la playa más cercana a Nueva York y, por ende, la playa más sucia y bizarra que uno se pueda imaginar. Bizarra hasta el cuello; absurda, vulgar e insólita.

Pensemos, un segundo, en Big Fish y el circo con el que Edward Bloom se va de gira. Gigantes, mujeres siamesas, ratas humanas, unicornios, hombres lobos, una bailarina con ojos de gato, un enano en un minotauro y una mujer enteramente tatuada. Cosas que uno sabe que no existen pero que la gente se ingenia para vender como tal. Ese es el colorido contexto. El museo del gato, la casa de Hitler, la mujer más chiquita del mundo, el señor que come vidrio: cosas que le hacen pensar a uno en este país de gordos y perros calientes, en el que hay una ignorancia profunda que se carcome a la mitad de sus ciudadanos y hace que la gente viva de mostrar su mediocridad.

Pero estamos en Coney Island y no hay tiempo para pensar, sobre todo si el sol pega a 35 grados centígrados. Hay que concentrarse y tratar de entender qué carajos es lo que dice Hunter Thompson por el micrófono. Fuera de que habla rápido y en argot, los parlantes se reventaron en los ochenta y el micrófono no pasó de los setenta. Todo es viejo, caliente, sucio, chillón, y el señor, que parece estar borracho, repite lo mismo unas siete veces, para convocar más y más gente: “Vengan, sí señores, este show les cambiará la vida, sí señores. 5 dólares, sí señor. Venga, acá está el mundo de la bizarreidad.”

Uno piensa que los tipos se van a comer un animal vivo. El señor le pide a su colega, también algo jalada, que lo acompañe en la tarimilla para dar un aperitivo del show. Sale Lucy (que en la foto sale muy favorecida), una mujer de unos 32 años vestida con una falda de cuero, una camisa negra de charol y medias veladas rotas. “Es la mujer elástica”, dice Thompson. Y digamos que lo es, pero nada que uno no haya visto antes. Pero es solo un bocado; adentro está lo bueno. Seguimos entusiasmados.

A continuación sale una chica gorda con dos lenguas maquillada sin cuidado (también favorecida por la foto) y nos invita a su show de fuegos artificiales. Uno dice, “bueno: la señora se va incendiar el pelo.” Thompson anuncia una magia con un billete y resulta que la magia es que el show ahora vale 3 dólares, no 5. Todos felices, entramos emocionados ansiando una silla y un ventilador.

Pasa que es un show sin tribuna, no hay sombra, la tarima tiene 2 metros cuadrados y uno puede ver a los protagonistas cambiarse al pie del escenario. Están de recocha, tomando algo en esos vasos rojos de plástico que les encantan a los gringos. El sudor se hace más espeso y sentarse en el piso ardiendo, imposible. El primer acto es el de un tipo parecido Cosmo Kramer (langaruto, flaco y torpe) que se mete tornillos por la nariz al ritmo de Iron Maiden. Después Lucy se pone sus piernas en el cuello otra vez. Más tarde, un tipo parecido a Flea, el de los Red Hot Chili Peppers, se para en una cama de vidrios, y acto seguido la Mujer Lagartija, la de las dos lenguas, sopla fuego por la boca. Nada es algo que lo impacte a uno. Más bien, lo impactante es ver a esta gente, jincha de la rasca, haciendo el ridículo.

Lo último es la tapa. Una mujer espigada que ha estado todo el show pintando con un esfero en una caja de cigarrillos se mete a un baúl tapado con un mantel. Thompson quita el mantel, y la cara de la señora, con un antifaz, es la cabeza de la “¡Mujer Araña!”, ya que el interior del baúl está diseñado para parecerse a una araña gigante. Thompson pide un aplauso para la “¡Mujer Araña!” y suenan un par de palmadas aburridas. Es absolutamente devastador. Uno no puede creer que lo piensen a uno así de estúpido. Un niño, no mayor de 7 años, le explica a su papá la obviedad del truco, que parece diseñado por retrasados.

Al salir, hay una enclenque vitrina con el vidrio sucio que muestra el esqueleto demacrado de una supuesta sirena. Por último, lo invitan a uno al museo del niño, un espacio donde un señor de la China, de 90 centímetros de alto, que no habla inglés, le muestra a uno los fetos de unos siameses.

Parece mentira que a alguien se le ocurra hacer de esto un show. Sí, claro, vale tres dólares y estamos en la letrina de Nueva York. Pero es insólito que algo como esto exista y que alguien se dé el lujo de llamarlo un freak show, cuando en realidad hasta los niños saben que es un grupo de desempleados borrachos, tatuados y gordos, haciendo el ridículo y mostrándonos sus defectos y errores en la vida.

Hubo un día en el que los freak shows de Coney Island fueron un símbolo de este barrio de la Gran Nueva York. Pero éste —que está al lado del circo, de los famosos perros calientes de Nathan’s y de la legendaria montaña rusa Cyclone— es un chiste que demuestra hasta qué punto llega la crisis en la que se encuentra este país por estos días.

Written by pardodaniel

agosto 9, 2009 at 9:35 pm

Un día con Woody Allen

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Este final de noviembre parece ser tiempo de recordar al Señor Manhattan, Woddy Allen. El jueves 19 el profesor de Columbia Jeremy Dauber dará una conferencia sobre la impresionante y a veces olvidada carrera de Allen como comediante en los años 60, y el lunes 27, Stuart Hample, el artista detrás de Inside Woody Allen, una serie de tiras cómicas sobre la vida cotidiana del director, dará una conferencia en la libraría de libros usados de cuatro pisos Strand Bookstore.

¿Pero por qué quedarse ahí? Uno puede, también, ir al Wall Street Racquet Club en el puerto 13 a jugar tennis, tal como hicieron Alvy Singer y Annie Hall el día que se conocieron. Acto seguido, tiene la opción de darse un paseo por el South Street Seaport, al pie del Brooklyn Bridge, lugar donde precisamente Alvy le revela su amor a Annie. Después puede coger un carro con alguna pésima conductora que se encuentre en el club y le ponga los pelos de punta por el FDR Drive, la autopista que rodea Manhattan por el Este. Quédese en la terraza del Sutton Square, desde donde se ve el Queensboro Bridge, para recordar la cita improvisada que duró hasta el amanecer entre Isaac y Mary en Manhattan. De ahí, justo dos cuadras hacia el noroeste, se encontrará con el Teatro Beekman, donde dos italianos reconocen al comediante Alvy Singer y lo hace pasar por un momento de completa histeria. Siguiendo hacia el oeste llegará al Central Park, donde, en el puente del lago de la 59, Isaac y Mary se encuentran con una tormenta después de haber empezado su cita con un supuesto «día soleado». Séptimo, vaya al techo del Empire Hotel para recordar la escena en que Alvy y Annie tienen su primera conversión sobre fotografía surrealista mientras ambos están pensado cuán idiotas se ven en frente del otro. Ya habiendo cruzado el parque, llegará a Zabar, el mercado judío donde Isaac le pide al carnicero que no le dé un pastrami azul. Ahí, cómase un pastrami azul, porque la posibilidad de que el carnicero le haga caso es una en un millón.

Written by pardodaniel

agosto 8, 2009 at 9:50 pm

Sadomasoquismo gourmet

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Hay un restaurante en el segundo piso de un edificio cualquiera sobre la Primera Avenida con Calle Séptima. Se llama Panna II Garden Indian Restaurant y es un auténtico ejemplo de lo que se ve en el East Village. El sitio, decorado (o, bueno, forrado) con millones de bombillos rojos, amarillos y azules que la gente llama lámparas de pimentón (o, bueno, chili pepper lights), resalta a la vista desde lejos. Y se ve encantador. Usted sube las escaleras y ve que está repleto. Cosa que lo hala. Y se siente dentro de un árbol de navidad gigante y exageradamente cursi. O dentro de un película de Bollywood. Después mira la carta y ve que los precios son amables y que, muy importante, tiene la posibilidad de llevar su propio trago sin que le cobren. Vuelve y baja y compra una botella de Pinot blanco en la licorera de la esquina por quince dólares. Regresa. Y entra al restaurante con los ojos cerrados, como si fuera a comer gratis en un lugar dotado de increíble hermosura. Hay un especial de entrada, sopa, plato fuerte y postre por trece dólares. Usted lo pide.

Y empieza a sufrir.

¿Qué es? No importa: sea carne, pollo o cerdo, siempre le va a llegar embadurnado en la misma salsa curry acompañado del mismo arroz seco y de la misma ensalada de mango. Y la misma pita cauchuda. El sitio, que no tiene más de 15 metros cuadrados, es como una manifestación pública en un país tercer mundista donde el desorden es el orden y donde la bulla es el silencio. Es decir, en ese espacio minúsculo 20 meseros que no hablan inglés embuten 15 mesas: unas de 4 y otras de 6 personas. No hay para 2. Los señores no solo lo tratan mal. Lo humillan, lo hacen sentir como la peor cucaracha de la alcantarilla, como el terrorista más malo de Guantánamo, como un ser humano que no merece vivir. Porque no solo lo insultan. Le pegan. Le llevan la comida desenfrenadamente. La tiran sobre la mesa, se gritan entre ellos, trasladan mesas, alzan sillas, y como el sitio es diminuto, su mesa está permanentemente en movimiento. Usted entra y sale en veinte minutos. Y ni que le dé por disfrutar su última copa. Que ni se le ocurra semejante atrocidad. No crea que ese último Pinot va a poder ser disfrutado. No. Porque, si no, un indio de cuarenta años y mano firme que suda del estrés le va a decir que hay gente esperando afuera, que no sea abusivo, que se tome su vino en las escaleras. No piense en pedir la cuenta, tampoco, porque cuando le sirven el helado de mango su cuenta ya lleva un par de minutos sobre la mesa. Y tiene que dar propina. Uno en este sitio no tiene tiempo ni de hablar. En un abrir y cerrar de ojos, no se da cuenta a qué horas comió. Y es, paradójicamente, una experiencia que va a querer repetir. Uno diría que los tipos creen que el negocio es cobrar poco, ser rápidos y meter la mayor cantidad de gente posible en el menor tiempo posible. Pero del afán que les genera su objetivo, lo tratan como si fuera el asesino de su madre. Y uno igual quiere volver. Porque a usted le gusta que lo traten mal sin eufemismos. Porque, al fin y al cabo, es una mera dosis de honestidad.

Si le queda gustando y no quiere repetir, vaya al sitio de al lado, Milon, la competencia que queda en la puerta de al lado y consiste en precisamente la misma cosa. Así como el Royal Indian Restaurant, otro establecimiento que queda en el piso de abajo y es, de nuevo, una fotocopia de los anteriores: un comedor abigarrado donde usted paga poco para ser maltratado y comer feo. Y le gusta.

Written by pardodaniel

agosto 3, 2009 at 9:41 pm